martes, 7 de julio de 2009

Seguir Abriendo

Un libro en mi mano, el último, lo leo apoyado contra la pared. No tiene palabras ni letras, blanco, todo blanco, sus hojas y las paredes, el adentro y el afuera. Estoy sentado en mi cama apoyado contra la pared, mi libro sigue ahí, en mis manos. Se escuchan pasos en el pasillo, fuera de la habitación, fuera de la puerta. Soy yo quien me busco.
La puerta de la habitación adelante mío está a punto de abrirse, su manija gira y sus clavijas ceden. Despacio aparece, bajo el marco de la puerta, ahora, un espejo con materia, con nombre, conmigo. Yo sentado y yo erguido, un sobretodo nos diferencia, negro, también los guantes son negros.
-¿por fin estás ciego, roberto?
-sí.
-¿por fin estás libre, podes ver, roberto?
-sí.
-¿qué le han pasado a todas tus promesas, tus escapes, tus metáforas del mañana, roberto?
-siempre estuvieron.
-lo sé, roberto.
-yo también.
-estás listo, roberto.
-sí.
Introduzco una bala en la recámara del arma. Me miro, parado, estoy tranquilo, ya era hora que viniera. Estiro el brazo adelante, bajándolo, cubriendo la distancia hasta posicionarla en la frente, el cañón está frió y no me incomoda, cierro los ojos. Disparo.
La mácula de la pared, atrás de la cabeza, la cual sigue apoyada contra la pared, se expande o intensifica con la contribución, una aureola roja en continua expansión. La bala ha caído tras la cama y resuena al chocar con las otras balas, todas amontonadas bajo la cama. Veo que he cerrado los ojos justo antes del impacto, mi propio rostro no es bueno como última imagen, por eso los cerré, los ojos.
Miro a mis costados, en medio de aquel blanco, sin sombra ni bordes, puro y sin líneas, simplemente forma, como sinónimo de materia, si es que se puede decir materia. La continuidad, el blanco, se corrompe por un paisaje, ¿paisaje?, enfrascado en un rectángulo, una ventana sin marco ni allá, una combinatoria de colores vivos, latente, difusos, pero sin forma, ninguno de los colores.
Vuelvo a mí, al cuerpo, agarro las piernas, estiradas sobre la cama, ya inertes, y con un tirón las hago caer al piso, seguido por el resto, unida la anatomía por el sonido ahuecado que hacen al caer contra el piso, el cual, igual de blanco, tiene trazada una senda roja, del mismo color que la aureola, roja, alejándose por la puerta por donde entré, desigual y difusa. Sujeto de los tobillos y arrastro, el libro también ha caído al piso.
Por el peso del cuerpo, al arrastrarlo, la franja gana nuevos ángulos, otras vertientes, y se ensancha en ciertos tramos, como cuando se intenta pasar un cuerpo por la puerta.
Pasado el marco de la puerta, en medio del pasillo, no veo fin, sólo blanco, paredes y piso, denominadas así sólo por ser yo quien las defina, fundiéndose a lo lejos, las paredes y el piso, dejando de existir a la distancia. Blanco, sólo blanco. En una de las paredes blancas, la derecha, hay innumerables puertas, éstas también se pierden en el blanco, al igual que sus manijas, también blancas, homologas entre sí y diferentes a la manija de la puerta por donde vine. Excepto las primeras siete, manchadas de rojo, previas manos, más de siete, levanto una, dejando todavía la otra sujeta a los tobillos. El guante está manchado, rojo sobre negro esta vez. La senda roja se limita hasta aquella séptima puerta cuya manija está manchada de rojo, bifurcándose en ésta como en las otras siete anteriores, desapareciendo bajo las puertas.
Vuelvo a sujetar los tobillos con las dos manos, ambas manchadas, y sigo la senda, roja, hasta la séptima, la última antes del blanco. Sigo deformando la senda hasta llegar a la séptima puerta, la cual abro.
Su interior está casi lleno. Es una habitación grande, bastante grande. No es blanca, como el pasillo, al contrario, es negra, toda negra, tanto las paredes como el piso, pero permanece la materia, la misma del blanco, de sus paredes y piso. Dije que está casi lleno, casi no hay espacio para introducir el cuerpo, hay demasiados allá dentro. Cuerpos, mi cuerpo repetidas veces, llenan la habitación, agolpados unos encima de otros, delimitando la habitación al estar adosadas contra las paredes. Ninguno tiene edad, eso y el orificio en sus frentes comparten, pero entre ellos sí hay tiempo, un antes y un después, una continuidad, una continuidad hacia el fin.
Arrastro el cuerpo, idéntico al resto, al semicírculo formado por los torsos, las piernas, los brazos, la sangre y demás que nos compone y nos delimita, nos posibilita y nos niega. Coloco mis manos en la cintura y con fuerza lo ubico sobre dos más de mí que se entrecruzan en mi pecho, en uno de ellos. Estamos amontonados pero no superamos el metro. Luego me saco el sobretodo, también manchado de rojo al deslizarse demasiado cerca de la senda, antes habiendo resguardado el arma en mi pantalón, y lo arrojo con el resto de los sobretodos, dispersados entre yos, ninguno con sobretodo. Me saco los guantes, negros y rojos, para arrojarlos con el resto de los guantes, dispersos entre yos, ninguno con guante.
Al cruzar el semicírculo, apenas traspasando su base, bajo el marco de la puerta, miro el pasillo, el blanco, las manijas, las próximas habitaciones, todas vacías ¿Es finito el pasillo, el blanco, y si lo es, si no hay puertas que no puedan ser contadas, no más habitaciones, adónde iré?
Retengo en mi mano el arma, ya fuera del bolsillo. Tiene otra bala dentro, cargada, aunque la había vaciado en la habitación, conmigo. Miro de vuelta el pasillo, sigue perdiéndose en el blanco, no veo su fin, todavía, si es que tiene fin, y por ende lanzo el arma dentro de la habitación, con el resto de las armas, dispersadas entre yos, ninguno con una. Cierro la puerta sin mancharme.
Camino de costado a la franja, de regreso a la habitación. Cierro tras mí la puerta, sin mancharla. Tomo el libro caído al suelo y me recuesto en la cama, apoyado contra la pared. Lo abro, en medio de sus páginas en blanco están aquellos impregnados en el papel, innecesario es que sean escritos, ya forman parte del mismo material. Yo no estoy entre ellos.
Un libro en mi mano, el último, lo leo apoyado contra la pared. No tiene palabras ni letras, blanco, todo blanco, sus hojas y las paredes, el adentro y el afuera. Estoy sentado en mi cama apoyado contra la pared, mi libro sigue ahí, en mis manos. Se escuchan pasos en el pasillo, fuera de la habitación, fuera de la puerta. Soy yo quien me busco.
La puerta de la habitación, adelante mío, está a punto de abrirse, su manija gira y sus clavijas ceden. Despacio aparece, bajo el marco de la puerta, ahora, una cara familiar, que me repite:
-La comida ya esta servida, cariño ¿Estás bien? Te ves pálido.
-Estoy bien, estoy bien, solo cansado.
-Bueno, voy a terminar de poner la mesa.
-Ahora voy.

Y retrocede el blanco.