martes, 7 de julio de 2009

Rapsodias Rutinarias

"The woods are lovely, dark and deep,
But I have promises to keep,
And miles to go before I sleep,
And miles to go before I sleep."
(Stopping by Woods on a Snowy Evening, Robert Frost)

"Era mas libre que nunca, y que bien podia quedarse esperando cuanto quisiera en ese sitio que le estaba en general vedado, y que esa libertad la habia obtenido bregando como apenas hubiera podido hacerlo otro, y que nadie tenia el derecho a incomodarlo o de echarlo; mas aun, de dirigirle siquiera la palabra; y que sin embargo -esta conviccion era al menos tan fuerte como la otra- no habia, al mismo tiempo, nada mas absurdo, nada mas desesperado, que ese libertad, esa espera, esa inmunidad."
(El Castillo, Kafka)


El vidrio de la ventana no le quita tristeza al carnaval. Ahí están ellos, bailando, empujando, riendo, mortalmente avanzando por la avenida, entre dos edificios, uno de los cuales él llama hogar, como si el mundo, el de ayer, el de hoy, se contrajera a un metro, a los segundos que los separan de aquel metro, a los cientos de adoquines que componen aquellos segundos, indiferentes a las manos que moldearon el barro, a las que los traspasaron a la carreta, a las que los empotraron, a las que simplemente esperaron verlos sumergidos por el asfalto, gris, viéndolo rebosar por las calles, subirse a la calzada, mutar a cemento, crecer sobre vigas, encuadrarse en cuartos y oficinas, ramificarse en balcones y terminar coronándose en terrazas o chimeneas, extinguiéndose en una humareda opaca, pasados carbonizados explayándose en el cielo, todo el cielo, desde su cadáver, agolpado entre tantos otros, ya una urbe, hasta sus efímeros bordes, decenas de suburbios y verde, escaso, apenas un color, cobrando vida al contrastar con los cementerios, demasiado numerosos, demasiado inertes, sólo noventa y tres familias atisbando nombres y fechas, buscando, seleccionando, encontrando de todas las manos las suyas, las del padre, la madre, el hijo o la hija, dejando flores, a lo mejor alguna lágrima, retrocediendo en sus pasos, caminos adoquinados, volviendo al auto, una hora de silencio, subiendo escaleras, abriendo puertas, la noche afuera, durmiendo, olvidando, y despertando al compás de la música, acercándose a la ventana, sonrientes, divisando los disfraces, sus rojos y amarillos, olvidándose del gris sepultado bajo los pies, bajo las sonrisas, bajo el baile. Sin embargo, al carnaval no le importa, porque ya ha pasado aquel metro.
Vira hacia el interior de la sala de estar, grisácea. Lo más cercano a él son los dos sillones, enfrentados a la avenida, y atrás de ellos, una metafórica mesa para dos. Están empedradas las paredes, de un verde oliva, por una continua biblioteca cuyos lomos de cuerina reflejan su sonrisa, asumiendo su mortandad idéntica al de los mecanografiados papiros, porque ni el respirar es atemporal ni el conocimiento abstracto; la biblioteca también ríe, ella sabe la mueca perteneciente a un no haber sido, sin el ilusorio carpe diem, sin titular ningún proemio o entrada enciclopédica, lo encuentra varado en un olvido sin recuerdo.
Sobre cerámica blanca, encorvado, abre el armario al costado del bidet, el arco de su espalda insinuándose en el espejo del lavamanos, apoyando en él, después de encontrarlos, cinco cilindros, cuatro herméticas recetas y un frasco de rubor; extrae, de los primeros, su dosis matinal, mientras el agua reverbera contra plata ovalada; y busca, tras el transparente cortinado, una excusa de ausencia, pero en el diminuto cuadrado, entre las nubes, el sol quema su mácula en el gris. Hoy no lloverá, ni tampoco las píldoras se atorarán en su garganta, sus labios sujetados de la canilla, el agua helada, de traspasar encías, todavía no lo obliga a desprenderse. Comienza acariciando, con dedos teñidos de rubor, un liviano rosa sobre blanquecino cartílago, la frente del hombre de equivocada edad, de arrugas ajenas, y avanza, entre los puentes dejados por los ojos, antes habiendo aligerado las ojeras, los resaltados pómulos de donde se desciende a los lampiños despeñaderos, entrecruzados en su barbilla. Se aleja dos pasos hacia atrás y cree recobrar algo de sí, pero no puede deshacerse de aquel olor impregnado en su piel, por más que pase, repetidas veces, el cepillo de cerdas gruesas contra sus piernas, sus brazos, su pecho,…
Vuelve donde el carnaval y lo busca tras el vidrio, sólo una estela de desechada parafernalia, ribetes y serpentina, cubre los adoquines. No duda, corre de la habitación, alcanzando al paso, de una silla, su sobretodo y bufanda, colocándoselos de cualquier manera al abrir la puerta, descorriendo los cerrojos, trabándose en el apuro, y hasta que por fin, el pasillo a la vista, con un brazo del abrigo pendiendo de su hombro, se encamina a las escaleras, olvidándose de la cerradura, y, al vivir en uno de los primeros pisos, esquiva la demora del ascensor para bajar saltando de a dos escalones, hacia la salida, hacia el gris y el carnaval, al compás del tintineo de los cilindros, ciñéndose, a cada momento, su bufanda al cuello, porque últimamente cualquier brisa colma sus pulmones, ahoga sus alvéolos, satura su sangre de dióxido de carbono, torciendo su misma espina en convulsivos sacudones, obligándolo a apoyarse en la columna a su costado, en plena plaza de estacionamiento, en pleno subsuelo.
El auto es nuevo, como su ropa, como sus muebles, pero su ronroneo no equivale al de los sueños, ni siquiera correr inmutable sobre los desperdicios del carnaval, al punto de dudar de su existencia, de verse obligado, dos o tres veces, a reasegurarse en el retrovisor, resarcía la desilusión de lo onírico; por eso, indiferente, presiona en la carrera, sobrepasando los autos en carriles contrarios, ensombrecido por rascacielos idénticos al natal, su riesgo, el sensible acelerador y su riesgo, todo por perseguir el rastro rojo y amarillo, todo por querer ver crecer el grado de la aguja en el velocímetro, todo para amalgamar la calzada y sus torsos, sus canteros, sus afiches y los restaurantes que promueven, las sonrisas sentadas en sus mesas, los faroles que los iluminan a aquellas y a la pareja abrazada al otro lado de la calle, frente a una librería, su vidriera reflejando el par de labios mientras de trasfondo padres enseñan a hermanos a cómo criar hijos, y las raíces divergen en troncos para formar copas, que opacarán el asfalto y la piel, ésta deambulando entre los reencuentros y las separaciones, entre la vejez y juventud, el futuro y su pasado, y a la vez ninguno, o uno, y todos, el infinito en el vacío. Los contornos cobran trazo nuevamente: hay un embotellamiento a metros; decide girar, arriesgar el rastro a cambio de una oportunidad de reencuentro; se da cuenta, a las pocas cuadras, que le es imposible regresar a la calle, están obstruidas, continuamente, las desviaciones, y recto por la paralela prevé donde terminará, no, está seguro donde terminará, porque ya ha pasado la ultima bifurcación.
Las puertas del ascensor, plateadas, cerradas, no dan indicios de la velocidad con que suben, apenas los números, vertiginosamente sucediéndose, la materializan, como si la tensión, lo natural, tolerada entre los cables que los distancian de la base, dejara de existir. Cree conocer al hombre a su lado, reviviendo en él introducciones incomodas, miradas cruzadas, pero no puede estar seguro; al otro costado hay una mujer, pronta gordura, recostada contra la pared, mirando el techo, compañera de trabajo, aunque no lo reconoce. Los números titilantes, rojos, llegan al decimoséptimo; hay una imperceptible resistencia al detenerse, los dos hombres no se inmutan. Se abren las puertas, la compañera de trabajo, la primera en apurarse, lo mira antes de salir, de soslayo, evitando una relación, para luego dirigirse por la derecha, ya libre del confín, alejándose paralela a la pared; tras la abultada cintura decenas de cubículos dan la bienvenida. Mientras deja el ascensor sospecha que ella también lo conocía. En frente, madera azul y cuerpos intermedian con la pared acristalada, su cielo se condensa en niebla entre los edificios, ramificándose por las antenas e idénticas oficinas; bajo su abdomen se encuentran ellos, trabajando, encorvados en trincheras donde soldados trajeados, al menos la mayoría, combaten un enemigo disfrazado de personal, de hijos o padres, de pobreza o indigencia, quienes, entre el fango del escritorio e inscripciones grabadas por las tapias en tinta, abandonan el tecleo, o permiten al enemigo disuadirlos con sus familiares cartas de defunción y tentaciones rivales, perecen. Pero muchos se confunden, no es un enfrentamiento, menos una guerra, más cercano a una sumisión, una ejecución de presentes cuya sangre borra biblioratos; tratarlo de guerra, así la murmuran en las trincheras, es una excusa, una excusa necesaria pero excusa al fin. Le da el parte al coronel, ésta vez llegaste temprano, se le ríe, invitándolo a la risa, pero él ya está perdido, registrando los recovecos de los cubículos, los visibles entramados de madera, de las paredes azules, quisiera preguntarle a su superior si sabe adonde se encuentra el hombre del ascensor, probablemente ahora bañado en lodo por la lluvia que se desprende de los aspersores, pero no recuerda ni el rango ni el nombre.
En las pausas despierta, son dos, la primera surge de la alarma programada en su celular, alrededor de las once, que al revisar la hora se vuelve doce menos cuarto. Se desprende de la computadora y persigue un delatado tramo del laberinto; en el camino algún que otro le asiente, obligándolo a la imitación, hasta enfrentar los vidrios, la calle ni siquiera guarda algún resto rojo y amarillo, y desde ahí, mientras repiquetean sus bolsillos, acorta los pocos metros hasta el baño. Cuando se estrecha el camino, el hormigón cobrando nuevas aristas, se encuentra, en la esquina, alrededor del tanque de agua, a tres compañeros, los tres hombres, que sabe ninguno el enlodado.
- ¿Como estás?
- ¿Difícil el primer mes de regreso?
- Creo que el jefe te quería ver.
- Luego me paso por allá, suerte.
El repiqueteo es lo suficientemente fuerte para recrear el camino hasta la puerta corrediza del baño; se miran entre ellos y ya prevén los próximos cinco minutos, un tercio de su descanso.
- Pobre boludo, apenas el novio se enteró, lo dejó.
- ¿Y que esperabas?
- Que no se lo dijera.
- Cómo no se lo va a decir.
- Siempre me da cosa hablar de esto.
- Nadie te obliga.
- Estuvo perfecto que se lo dijera.
-Ya sé, ya sé, te estoy jodiendo.
- En serio, no podemos hablar de otra cosa.
-Habría que invitarlo algún fin de semana, debe estar solo, sin familia, sin amigos.
- ¿Cómo sabés que no tiene familia?
- ¿Alguna vez lo escuchaste hablar de ella?
- Sí, porque vos siempre hablás con él.
- Al menos no me escondo para no hacerlo.
- ¿Sí, y porque no lo invitas al cumpleaños de tu hijo?
- No metás a la familia.
- Nadie mete a la familia.
Uno hace una seña en el centro del séquito, oculta al hombre del repiqueteo; la puerta corrediza vuelve a materializarlo afuera, en el pasillo.
- ¿Y, qué te dijo el jefe?
- No, sólo fui al baño.
- Esta bien, pero acordate, porque sino me busca a mí luego –le sonríen.
- Listo –sonríe-. Nos vemos, suerte.
- Nos vemos.
- Suerte, igual.
- Chau.

La segunda lo traslada a otra sala, al comedor, donde lo envuelve, sofocado por dialogados divorcios y despidos, si pudiera ser, mayor soledad que en su cubículo, porque, supone, clausurado entre las cuatro paredes aún existe un afuera; aunque ahí, sentado en una de las decenas de mesas, filtrando conversaciones excluyentes, se siente seguro, esta solo y sin su afuera, pero seguro, como si rodeara una hoguera extraña, alimentándose de despiertos sueños, en posibles futuros, sabiendo que de volver a la noche, entre los árboles, recobraría las fantasías, adornando con ellas el follaje, aguardando a que cobren vida los ribetes y serpentinas mientras sube el calor a su frente y el sudor se acumula en sus rodillas, doblándolas en grotescos tambaleos, provocando continuas embestidas a los troncos hasta caer en la nieve, exhausto, y escuchar el quebrar de una de las engalanadas ramas por el peso del lobo, saberlo encima con sólo el vaho de sus fosas en el trasfondo de las estrellas, resumiéndolos en un sordo aullido, como un doblar de campanas, como un solitario gatillo.
Al terminar, sin haber encontrado al hombre enlodado, baja cuatro pisos, pasando por pasillos tapizados con desconocidas muecas, y pausa en el vestuario antes de alcanzar el gimnasio interno. Éste, al igual que las oficinas, está delimitado al fondo por una pared acristalada, pero en vez de cubículos, poleas entrelazadas con músculos, cartílagos sujetando volantes mientras sus pies vitalizan los pedales, cintas soportando hombres obesos sin aliento, bancos inclinados protagonizando recientes madres, y atrás del contador dos hombres hercúleos paran de reírse y asienten dubitativos a la foto de la credencial, tomada hace años. La clientela, como los supervisores, los dubitativos, se renueva a su alrededor mientras continua sentándose, cada martes y jueves, reforzado en los últimos meses por las indicaciones del doctor, en una de las bicicletas, aislada del conjunto, contra el ventanal. De vez en cuando un compañero de trabajo, como hoy, como ahora, normalmente los jueves, se le acerca; un bulto se dibuja en su buzo, pareciera ser el porque del visible recelo, y extrae, apenas apoyado en el manubrio, una manzana. No se sorprende, ya está acostumbrado a quien considera amigo, hombre alto y delgado por ello.
- Hey, ¿cómo hacés para bajar la panza así?
Da el primer mordisco a la manzana, vigilando tras su hombro.
- ¿La panza? Culpa del doctor, no quiere que me baje de esta bicicleta.
Continua mordiendo la manzana, al parecer demasiado madura.
- Escuchame, y acordate, son todos unos hijos de puta y hacen que saben pero en realidad juegan a ciegas; acordate -las palabras hiladas por masticada fruta-. ¿Pero hablando en serio, estás enfermo?
- No, no, es que piensa como los ingleses de Matadero Cinco.
- ¿Quiénes?
Ya empieza a buscar un lugar donde arrojar el carozo.
- Nada, sólo una novela. Supuestamente produzco endorfinas y no se qué más, te ayudan, claro, pero por sobre todo hacen que el viejo no llame a mi madre.
-Vos ves –duda si su alto amigo ha escuchado lo último-, te recitan uno o dos nombre y no podés más que bajar la cabeza. ¿Y decime, te dejan dormir?, porque tenés unas ojeras…
- Sí.
Empieza a pedalear más rápido, el olor de su piel regresa.
- Tranquilo, no vayas sólo a decorar el féretro.
- ¿Lo escuchas?
- ¿Qué cosa?
- El carnaval.

Vuelve a correr. Desfilan alrededor, en su propia mascarada, dos hombres canos, rejuvenecidos, metros delante en un estacionado mensajero cuyo flirteo no responde la secretaria, tras su escritorio, pero que igual le sonríe mientras fantasea, a base de recuerdos, con el hombre apoyado en la fotocopiadora, que calcula monetarias cunas y biberones al pasar a su lado una mujer embarazada, esperando frente al ascensor con otro hombre (esta vez decidido a arriesgarse por el ascensor) que le permite subir primero, mas allá del apuro, al abrirse las plateadas puertas, tomando en consideración a la hija, o hijo, gestando en ella, en el hombre trajeado o mujer ceñida a una bata ensangrentada, en la ambulatoria sotana o delantal, en una futura abogada que, desde el estrado, pierde sus casos sospechando de su futuro marido, visualizándolo entre sábanas ajenas durante las horas extra, y él, el marido y también padre, duda si aquellos casos nocturnos, organizados según sus nuevos horarios, materialicen las vanas, hasta el momento, amenazas, olvidándose del hijo, criado entre jardín de infantes e ilegalizada criada, acelerando por la primaria y la secundaria, descubriendo estantes de la biblioteca al mismo tiempo que las arrugas de la inesperada madre, concluyendo ambas, una despedida y la otra leída, en sincronía, en el momento de abandonar el noveno piso y perseguir la carrera de la madre, a quien queda legalmente responsable, para abandonarla y seguir contaduría, al igual que el padre, nuevamente casado tras la frontera, llegando, en poco tiempo, al mismo edificio de su padre, este muerto para entonces, reencontrado en el cementerio con su abuela, que pasa ahora, sin saberlo, al costado, cuando atraviesa la entrada, preocupada por el hombre enfermizo del ascensor, a su nieto y futura prometida, mientras el hombre del apuro, por cual se preocupa, dentro de su auto tose, y no puede detener la tos, y tose lo que cree es sangre.
El olor, insoportable, incluso con las ventanas abiertas, presiona las corneas; sin siquiera remitirse a una emoción, ya empieza a entremezclar lo salado y lo dulce al ritmo de un determinado hoy, yendo más allá del paladar, reclamando el oxigeno de su misma fórmula natural, y cuando por fin se libera, mutando al hombre en infante o a la actriz en mujer, sin importar trayecto, tanto sesgo maternal como trazo apurado, ambas circulan la piel hasta terminar en labios temblorosos que excluyen virtuosismo y exigen reserva, indiferente si el otro se decide por la lastima o la sorpresa, permitiendo saborear, literalmente, un ahora. Dos o tres cuadras de desperdicio rojo y amarillo han pasado bajo las ruedas antes de lagrimear, tantas también hasta dejar de buscar el carnaval, dirigiéndose directamente a su edificio, donde estaciona en doble fila; sus ojos apenas lo guían en los primeros escalones, la baranda apura el olvido del rojo y amarillo sobre el asfalto, inmutable.
Gira la canilla, la izquierda, una C impresa en ella, y permanece mirando aquella mano que contrae sus músculos, la recipiente de las primeras gotas, apenas dos humedeciendo la grotesca vena azul, la que quiso resaltar con ejercicio y hambre pero que ahora simplemente sobresale sobre la nívea cara da la mano. La vena, el origen, evoluciona geométricamente con las siguientes gotas, aceleradas por la presión de la ducha, pero su mirada deja atrás a sus dedos, vertientes, fuentes y afluyentes, resumidos en el Nilo, desde el pulgar al meñique, del lago victoria al mediterráneo (estas, humanamente, definidas como comienzo y fin), y comienza el peregrinaje. Al dar vuelta su brazo y posarse en la muñeca, en la fina piel tensada, dispuesta a la más tierna cisura, atestigua el surgimiento de Kheops, erguida sobre las mismas casas de quienes la construyeron, pero no se detiene, deambula, ahora, por el radio, circundando el mediterráneo, deteniéndose en Calvary, sin encontrar la cruz; pero avanza hasta llegar al bíceps, Turquía, cuyas Troyas homéricas se suceden hasta la contracción del músculo, donde, cansados de las riñas helenas, deciden los persas, encabezados por Darío I, luego de asesinar a su falso hermano menor y reinar gracias a los equinos, retribuir hasta las mismas puertas de Atenas, inconscientemente sembrando la venganza, y su historia, comenzando con Sócrates, el cual le enseñaría a Platón, después éste a Aristóteles, mudándose a Macedonia para enseñarle al hijo de Filipo II (adoptado por Amón), Alejandro Magno, el que empuja a la traición al escurridizo Darío III, e insatisfecho, a paso de Bucéfalo, avanza hasta la muerte del mismo corcel en el selvático omóplato. Triste, apura la mirada hacia abajo, hacia la lampiña tundra, donde todavía los eslavos no se animan a profundizar, avanzando al centro, sabiendo lejos la crucifixión del rey, su divinización en selectos diarios, su reivindicación en sangre gnóstica, ahogando con ella rebeliones como el diccionario a la palabra, dejando pasar el tiempo, idéntico a la impávida nieve, apenas en el transcurso uno u otro lunar sobresalen en ella, a su favorita llama Mahoma, mientras atisba, en el borde del pectoral, los primeros centinelas mongol, separados por cimitarras enterradas en rojas cruces. Sube a la barca mientras en la superficie del océano cuenta sus costillas, resaltadas en la peste, el color hipotecado en los primeros bancos, y llega al otro lado, a lo que será Alaska, en el momento cuando Colón entra triunfante en la corte Isabelina con rutas a Asia y los luteranos agradecen los cielos y su rayo, para luego bajar por la hendidura de su estómago, escuchando, entre las historias Inuit, condimentadas con un caribú pendiendo sobre una fogata, la guerra de los tres Enriques y el nacimiento del primer santo mulato en Lima; adormilado, no se puede detener y acelera, obviando las tentadores murmuraciones de Guillermos, Felipes y Luises. En la costa oeste, ya atravesando el final de la pelvis, el hueso apenas contenido por la piel, incentivados por la escasez de té, las trece colonias se reúnen vaticinando el fulgor de la bastille, extinguida por Napoleón con sus Españas de Goya, y pasada la indecisa frontera del reciente México, Grecia recobra su independencia, nuevamente. En ferrocarril recorre los agotados músculos, intenta olvidar las huellas mayas al ver subyugar al subyugador ibérico: Estados Unidos firma en Paris, al final del muslo, un parpadeo antes de Nabokov, Hemingway y Borges, la liberación de sus nuevas colonias cuando en el horizonte despuntan los Andes, ensombreciendo la materializada profecía de Bismarck: los Balcanes arreglan el encuentro entre el estudiante y el archiduque. En la costa, retoma a los ligamentos de las Guayanés, ve en sus costas, entre cyrillas y papagayos, a la Luisitania hundirse con la neutralidad estadounidense, y los bolcheviques alzar la hoz y el martillo, retirándose antes de la Versalles. Decide correr al escuchar, casi con resignación, Sieg heil, Sieg heil, Seig heil, acompasados por turbinas kamikazes, sin siquiera perderse en los laberintos amazónicos, retomando la tibia con facilidad, no hay mucho músculo que se interponga. Al salir de la arbolada y cruzar el río de la Plata, la piel roja curvándose en los maizales, e intentando romper paso entre las espigas, huele la pólvora de descargados rifles sobre vendados ojos, un hedor que lo acompaña en la calzada, en el ascensor, en los pasillos, en el zaguán, en la sala de estar, en el dormitorio, en el baño, sobre cerámica, bajo luz fosforescente, frente al hombre, tras el transparente cortinado.
No le gusta mirarse al espejo, es la obligación de volver a enfrentarse con frascos abiertos sobre el lavamanos, cromáticos sosiegos con el nombre de cóctel viral, que no pesan en la palma abierta. Intenta sonreírle al desconocido cuando arroja el arco iris por el desagüe, dándole inmediatamente la espalda en una retirada reciproca, su esquelético marco, todavía inseguro, contrayendo la desalojada mano una, dos, tres veces (una, dos, tres veces).
No se percata de la inexistencia del olor al prender la lámpara, acomodándose en el sillón con una encuadernada porción del pasado, ignorando, sonriente, las preocupaciones maternales titilando en el contestador. Cruzando las piernas en las rodillas, apoyando el libro sobre el muslo desnudo, intenta volver, en el marco estrellado, aclarado por implícitos faroles, a las noches de aeropuerto a pueblo, de aviones a primos, de estrellas en azul oscuro, de constelaciones grabadas entre llantos y precoces besos, de cabeza apoyada en rodillas maternas y murmuraciones entre padres, de abuela en pasado y nunca presente, de perderse en cosmos y no saber llamarlos cosmos, de abovedado futuro esparcido en incandescencias, de recuerdos sin aullidos.