martes, 7 de julio de 2009

Animal de Costumbre

"For Mans grim Justice goes its way,
And will not swerve aside:
It slays the weak, it slays the strong,
It has a deadly stride:
With iron heel it slays the strong,
The monstruos parricide!"

(Ballad of Reading Goal, Wilde)

Le restan doce cuadras, cuadras de mediodía, de un sol que ahonda sus ojeras, que ha dejado de entrometerse entre las rajaduras de las baldosas, en plena calle, para dedicarse exclusivamente a él, alumbrando incluso los espacios dejados en zapatos ajenos que bajan y suben a un ritmo tranquilo, decidido, en busca de su deuda.
A su sonrisa para aparentar, de comerciante al que el calor poco a poco despelleja de prendas y paciencia, la acompaña un saco holgado, demasiado holgado, que pende sobre sus hombros, se resbala y exige leves tirones hacia arriba, una camisa abierta y centímetros de tela negra bajando a un paso firme de la cintura hasta los zapatos, cubriendo piernas blancuzcas cuya poca carne se pega al hueso sin interposición de músculo, éste consumido a la par de la nicotina. El maletín, desgastado en las esquinas, al tempo del brazo, unos grados para adelante otros para atrás, conforma el ultimo estereotipo.
Está adelantado unos minutos en su programa. Busca alrededor curiosos pero no hay nadie, la calle vacía, como previó. Sin cigarrillos, las únicas dos cajas del día dilapidadas antes de salir, silba apoyado contra una pared, una guía de bolsillo nueva, sin uso, entre sus manos. Conoce las calles como los surcos de su palma, grotescos en la delgadez, pero la ojea, se siente seguro con ella.
Incómodo, apenas pasan dos minutos, continúa.
Llega a las dos y media exactas, y mira a los costados, luego a la puerta tras donde despierta su deuda, donde come su deuda, se ducha, se divierte, descansa, duerme, y vuelve a despertarse. Su deuda tiene contorno y sangre, sobrepasa los cincuenta y cinco años, ha engendrado sólo un hijo, éste sigue en la universidad hasta las cinco, tarda normalmente entre cuarenta y cuarenta y cinco minutos en regresar. Se ha casado dos veces, la última esposa, con la cual sigue, a pesar del juicio, entra al trabajo a las tres, por eso sale a las dos de la casa, siempre acompañada hasta la puerta.
Golpea dos veces. Tantas veces vio la puerta, a la distancia, a veces cerrada, otras abriéndose, escondiendo una mujer o un joven, pocas veces, como ahora, a su deuda. No había cambiado desde el dictamen. Decide controlarse.
-¿Qué quiere?- le pregunta, deteniéndose por demás en el sobrado traje.
-Hola, señor. ¿Cómo está? Si me diera un minuto, estamos vendiendo…
El hombre de saco conoce aquella atención anormal, siempre deteniéndose lo necesario en el momento de cerrar la puerta, ansioso, seducido por la mano hundiéndose en el bolso, valija, o maletín, como ahora, la intriga siempre ganándole, animal de costumbre.
Como una elongación suya, percibe a través del metal la panza fláccida, amorfa, de su deuda, retroceder a su avance. Acomodándose en la silla del nuevo estrado, degustando el momento, prolonga el tiempo de la indecisión, haciéndolo retroceder, sus labios casi tocando sus oídos: Calláte.
Entran en la casa olvidándose de las paredes, de la puerta, de la alfombra bajo sus pies, de sus mismos pies, de las piernas que unen los pies a los torsos, los brazos, los hombros, a todo aquello que componen ambos cuerpos, resumidos en la distancia entre ellos: en el revolver y su gatillo
Ve cómo por fin el anciano lo reconoce, cómo elimina mentalmente la reciente barba, la tintura, incluso los anteojos.
-Pero, pero....
El impacto de la bala contra la carne no se escucha debido al silenciador, pero si se siente, los dos lo sienten, uno, el caso obvio, viendo a su materia, tan sólida, tan inmortal, sucumbir en menos de un segundo, y el otro, creyendo sentir materialmente su recompensa al humedecerse su saco y camisa.
No va a dejar que escape su nueva sentencia, una segunda bala acompaña al anciano en la caída. Boca abierta, estupefacto, no puede hablar y escupir sangre al mismo tiempo, gárgaras con más vocabulario que cualquier discurso erudito. Los ojos vacilan entre cerrarse, hasta que las arrugas de sus parpados latieran, o abrirse, para ir del hombre parado al creciente manantial en la alfombra azul.
Pisa la gran mancha roja en la remera, la sangre converge, tiñendo tanto la ropa como la alfombra que sostiene al redundante cuerpo. Por suerte, el otro sigue consciente.
-Te acordás de mis hijas, hijo de puta. Ya no las vas a tocar- Se ríe.
-Ya no las vas a tocar- Continúa la risa más allá de él.
-Ya no tocarás- la risa.
Presiona los orificios. Gritos mojados que no pueden atravesar las paredes. En ese momento se olvida de la puerta, de su realidad.
El sonido de algo caer, muy cerca, basta para hacerlo regresar.
El hijo, encuadrado en el umbral de la puerta, libros a sus pies, caídos de brazos congelados, lo reconoce, del juicio.
Debe de haber salido antes de la universidad, sale más tarde los miércoles, está seguro, ¿cuántas veces lo había seguido? No tiene problemas con él, tira el arma al piso.
El aire se difunde del cuerpo y con ella la vida restante, como mucho un minuto resta hasta que la palabra cadáver sea la correcta. No sabe si el muchacho, comenzando la veintena de su vida, aprecia este aspecto, pero supone que no desconoce la inminencia de la muerte, la cantidad de sangre que delimita y sobrepasa el cuerpo de su padre no esconde demasiadas señales.
Se siguen mirando, el tiempo materializándose, los segundos marmóreos componen dos o tres metros de tensión indisipables, átomos paridos de esta nueva pareja cuyos sentidos parecen no querer reaccionar.

-Te doy cinco minutos. Corré- sentencia el hijo.

Al verlo el hombre había retirado su pie. Se separa del cuerpo, despacio al principio, pasos premeditados dejando un rastro rojo. Con una sola pausa para recoger su maletín, se acerca a la puerta. Se miran al cruzarse en el umbral, compartiendo y experimentando recuerdos, interrogatorios, dictámenes, pero ninguna recriminación.
Las pisadas van cobrando velocidad y desaparecen en la esquina.
El joven entra en la casa, cerrando tras suyo la puerta, y se sienta en una silla del comedor, a la derecha de su padre. Saca un cigarrillo y con delicadeza lo prende, saboreando la sensación en su boca.
Puede sentir la respiración forzada de su padre, como el aire intenta penetrar la viscosidad que sigue brotando sin control de sus labios. Él, en cambio, calcula dos minutos más.
Al final iba a tener que esperar seis minutos para llamar a la ambulancia.