martes, 7 de julio de 2009

Pesquisa de un Requiem

or, Dawns into mournings

Una despedida postergada, un adios mal escrito.


"¿Que es, ¡oh jueces! sino temer la muerte el atribuirse una sabiduria que no se tiene?"
(Apologia de Socrates, Platon)





Precedentes



Un año atrás


5:21AM - No estará acostumbrado, y nunca se acostumbrará, a la lluvia, a oscuras, sobre techo de zinc.
7:13AM - Logrará pasar sin pasaje, agarrarse al marco del tren, con su bicicleta en la otra mano, y despedirse de la terminal.
9:34AM - Todavía no se habrán vuelto suficientemente rutinarias las recriminaciones del capataz para pasar desapercibidas. “Siempre tarde, Damian, siempre tarde, esta te la saco de la paga”.
1:09 PM – Algún día, por todos los minutos comidos de su almuerzo, después del llamado de descanso, lo ahogará en el cemento fresco.
3:01 PM – Volverá a los ladrillos, acompañado por los demás del turno, unos once en total, y tardará, al menos unos minutos, en dejar de pestañear, por fin dominando sus parpados.
4:48 PM – Comenzará a revisar el reloj de su amigo y, de reojo, en toda oportunidad, buscará la entrada con la esperanza, insulsa, de encontrar a los obreros de relevo.
6:55 PM – Ya el último habrá cruzado, con visible desgano, el umbral; en minutos se podrán retirar.
7:38 PM – De vuelta, esta vez habiendo pagado el pasaje, se sostendrá de la puerta mientras balancea su bicicleta, sus últimas fuerzas filtradas en el trayecto.
9:08 PM – Me faltan dos cuadras, sólo dos cuadras, recitará entre el ruido de los pedales forzados en el barro.
9:34 PM – Cenará poco, a esto sí está acostumbrado, y les preguntará, entre otros temas, cómo les está yendo en el colegio.
11:25 PM – Llevará en brazos a su hija a la cama, mientras su otro hijo, unos años mayor, vendrá caminando atrás suyo. La acostará y les apagará las luces, antes despidiéndose con un “Dios los bendiga”.
11:52 PM - No podrá dormir, agolpado al costado de su esposa, sabiendo que en cinco horas tendrá que levantarse.


Un mes atrás


-¿Nos dejás?
-No te hagás el boludo.
-Pero no te me vayás, te necesito.
-Callate.
Se reía su compañero, a su lado, en el asiento izquierdo del patrullero.
-Amargo, más vale que te animéis en la nueva comisaría, que yo te banco, pero otro…
-Acordate que te avisé de antemano, para que limpies todo lo tuyo.
-Siempre serio, no se puede joder con vos.
Las luces, azules y rojas, reverberaban en las vidrieras de la calle Camargo.
-Pero en serio te hablo. No quiero que luego me busquen para explicar.
-Andá a cagar. Mirá quien habla, seguro algo, pero cualquier cosa, tuviste que hacer para ganarte el lugar de Cabildo. ¿O no, pendejo?
Entre ambos asientos distaban doce años, demasiados sumarios, pocos sueldos y dos o tres hipotecas.
-No te calentes, Gallego. Si me dan el lugar es porque mi viejo fue gendarme, y vos sabés cómo le gustan al “General” las medallitas y la familia.
Intentaba reírse, que rieran juntos.
-Eso ya lo sé, yo digo lo que no me estás diciendo. Conozco al “General”, porque crees que sigo acá.
-Es que sos demasiado directo, Gallego. Hay que comerse algunas.
-Pendejo, no entendés, con el viejo no son algunas. Lo conoces a Hernán, de Acoyte, bueno, viste lo que le pidió el hijo de puta.
-Dejá de decirme pendejo.
-Yo se lo dije, eso es lo que pasa. Nadie le dice nada, pasan y pasan, alguno cae, pero si apenas se escucha, ¿qué importa?
-Tampoco es para tanto.
-¿Qué te pidió?
-¿Qué?
-¿Qué te pidió, pendejo? ¿Qué te pidió?
-Nada, boludo, calmate, que estamos a cinco.
Su compañero se recostaba contra la puerta, la mirada deambulando, sumida en la sirena, tras la ventanilla.
-Me dijo que algún día me pediría un favor, y ahí el sabría.
El hombre de las dos o tres hipotecas no lo recriminaba, ni regresaba su mirada, ni miraba hacia fuera, en cambio se detenía en las esporádicas gotas varadas en el vidrio, en su indiferente entramado, en su libre, e individual, caída.
-Sos un buen tipo, Ezequiel, sólo por eso te jodo –girado hacia el parabrisas-. Ahora, acelerá, que se nos da el rojo.


Una semana atrás


Tardo en darme cuenta que ella me mira, no es que no la haya mirado, por eso la duda, por eso recreo la salida, las cinco cuadras del taller hasta la marquesina del colectivo, la despedida del resto del grupo, de ocho sólo tres compartimos los cuarenta minutos del viaje hasta Amenábar y Dorrego, parada religiosamente olvidada, pero hoy, ahora, mientras me mira, me mira y me repite “Acá nos bajamos”, no la olvido, presiono el timbre y espero el gemido de neumáticos y asfalto, de las dos puertas doblándose en sí, y, ya afuera, saludando tarde al último del taller, apenas un agite de muñecas, imperceptible para el diminuto colectivo, sobre baldosas y bajo luces de farol, intento recobrar su mirada, pero está ya vaga por Dorrego, abandonando sus costados, las vidrieras, para naufragar en desconocidos, hombres como mujeres, algunos respondiendo su mirada, tanto de frente como de reojo, un hombre hercúleo obstinándose en su trayectoria unos segundos de más, otro, libros bajo el brazo, de los cuales sólo distingo Rimbaud, la esquiva para después, ya a lo último, ya resguardado, robar un ángulo, y siguiéndolo de cerca, de atrás, en cambio, me mira a mí una chica de quince, y rastreando su mirada, como extrañada, también Carolina, a mi lado, decide enfocarme, retirando rápido sus ojos andaluces para volcarse en las vidrieras, de las cuales, ya las he contado antes, sólo quedan catorce, salteadas, hasta su edifico, entre las cuales algún que otro se detendrá un tanto más en mis piernas, asegurando dudas, pero hoy no importa, porque a mi lado ella me espera, desacelera y comulgamos a un paso nuestro, espaciando los metros y segundos que distan hasta separarnos con toses, recurrentes, suyas, “Ayer fui al doctor”, ella permanece en las cromáticas ofertas, y sonríe, o intenta, deteniéndose en una mueca, “no ando muy bien, últimamente. Él habla de optimismo, y yo vuelvo a Cela, a su Pabellón de reposo”, “¿pero qué te dijo el doctor?” “nada, nada, dejá, Daniel”, “mirá, no te quiero joder, pero ahora me tenés que decir”, amenazan los pocos metros a su casa, “dejá, en serio, sólo necesitaba desahogarme con alguien” se detiene bajo los balcones de su edificio, y me sonríe con su dulce mueca, “¿sabés que podés contar conmigo, ¿no? A cualquier hora vos llámame…”, “lo sé, lo sé, bien lo sé” ha dejado de dirigirme su mueca, “tenés que parar de preocuparte, Daniel”, me besa en la mejilla y, por alguna razón, bajo los balcones, bajo las luces de los balcones, no me quiero despedir, no me puedo despedir, no del marco de esos ojos andaluces, no de esos ojos que se dan cuenta y tornan hacia su bolso, “la semana que viene me lo devolvés, me escuchás” ríe sin reír, extirpando de su interior un libro deshilado de relectura, “acá, mi Pabellón de reposo.” y recobro, en el reflejo de mis ojos en sus ojos, su dulce mueca.



Huellas





Damián Viso (q.e.p.d) Fall. 04/07/08
Tus hijas Cristina y Sofía, tu esposa
Luisa y tus hermanos, siempre te
conservarán en sus rezos y su corazón.



Del OF. Ayudante Menéndez al OF. Principal Gamarro

A las 23:48 horas del día jueves 4 de julio, se arribó en Ciudad de la Paz al 487, según indicaciones del sargento Deleva, él mismo informado por fuentes anónimas. Se estableció un perímetro de 30 metros, abarcando las dos residencias vecinales y las traseras linderas, a las cuales se destinó el OF Tabarez. Se evacuo a los vecinos de sus correspondientes viviendas.
A las 00:03 se irrumpió en la residencia. Se debió forzar la puerta de entrada de acorde a lo decidido según los oficiales a cargo, OF Martinez y OF Korwich, esto es en ingresar de forma sorpresiva tomando en consideración la virulencia del crimen acometido. Al ingresar no se encontró resistencia en la sala de estar. No obstante, se escuchó en el dormitorio, ubicada en forma perpendicular a la entrada, de mano izquierda, ruido, entre el cual el OF Martínez distinguió una voz.
Advertimos al criminal (Nombre: Damian Viso/ Edad: 31/ DNI: 16.673.821), reiterando el cese al fuego si decidía retirarse pacíficamente. En respuesta, escuchamos las primeras balas originarias del dormitorio. Estas atravesaron la puerta, incrustándose en la pared opuesta como posteriormente verificó balística. Debimos, por seguridad de los agentes encargados, responder a las hostilidades para reducir al delincuente.
El OF Martínez, más próximo a la puerta, logró empujarla e incrementó nuestro ángulo de tiro. El delincuente se mantuvo escondido tras una cama, repetimos las advertencias y las agresiones continuaron. Aproximadamente el tiroteo transcurrió por dos a tres minutos, en los cuales se pidió refuerzos y terminó muerto el delincuente Damián Viso de un tiro proveniente de mi arma, una barreta px4 strom. El impacto se produjo en la frente del criminal.
Al acercarnos al cadáver, retiré el arma del cuerpo (causa de mis huellas encontradas en ella) y verificamos nuestras suposiciones.

El sumario está atestiguado por el OF Martínez y el OF Korwich.

PS: Adjunto al informe: fotografías de la residencia de Ciudad de la Paz al 480, incluyendo el resumen de balística y el examen forense.


Misa entre sábanas

¿Dejamos de ser hijos
si caemos en asfaltados abismos
si rondamos enrejados precipicios
si deambulo, seguido, en el auto inflingido
fenecer?

Tu saliva, mi mistela, mi sangre

Prefiero las curvas ásperas
ni de los cielos y sus Heras
ni de Zeus y sus quejas
sólo de la tierra y sus Evas.
Hombres de arterias y venas,
cuyas cuerdas
reverberan:
“Búscame dios
deja los Mahomas
y los Jesús
con los juguetes de Vodoo
Y mírame a la cara
por una y por todas
que ya he pagado
la pecadora fianza
del paraíso terrenal”

Tus senos, mis hostias, mi carne

Cariño, por favor, tenme paciencia
cambio hoy mis creencias
hace tiempo perdidas
en la divinidad de la impotencia.
Buscando respuestas mortales
a preguntas celestiales
he crucificado
a mi joven lazarillo,
que errando por un mundo,
demasiado vasto, y poco profundo,
ha decidido abandonarme
al mortal,
y eterno,
olvido.




Suceso





Ahora camina por Corrientes, recién desciende de un colectivo, a los cuales se sube al azar, todos lo dejan lejos; gira en una rutinaria calle, su nombre aprendido y olvidado, que recorre rápido, con un leve, aunque visible, ladeo. Su pierna izquierda está atrofiada, pero camina veinte cuadras más de lo normal por una librería, un gusto artificial, secuela de mujeres ausentes y frustrados intentos alrededor del deporte, también a ello, probablemente, esté ligado su sueño, ya no más vivir, o al menos aparentar vivir, sino la eternidad dentro de cincuenta años (ateo por odio, no cree en la inmortalidad gratuita).
Toca el timbre de una desvencijada casa de dos pisos, roja de un ladrillo que no debería exponerse, y la respuesta no tarda en surgir, entre las rendijas de los cristales, como una pequeña mujer, que pregunta: “¿Quién es?”, “Daniel, un alumno del taller”.
Al recorrer aquel metro que sus huéspedes llaman antesala, comienza a subir, vigilado por la mujer, las escaleras a la oficina (también biblioteca, también comedor) ubicada en la terraza, en cuyo centro una mesa y ocho sillas, la mayoría ya ocupadas, lo esperan. Son seis en total, sin contar el profesor; lo saludan y, siguiendo el ejemplo, se ajusta a la silla de la esquina izquierda mientras intenta, futilmente, abarcar a Nietzsche y a Bernhard, los dos, inocentes, arrojados de lado a lado de la mesa. Pero se detiene poco en ellos, en realidad busca, después de haberse acordado, y se da cuenta que falta ella.
Le pregunta el profesor si trajo algún texto; él, después de reasegurar la ausencia de ella, niega el poema dentro de su mochila. Prosiguen, por ende, con la compañera a su costado, rubia, ésta asiente a la misma indagación y extrae de su cartera, cuasi bolso, fotocopias para repartir:
“Epílogo

En el mar mediterráneo, en la porción cercana a Araceli, a años de Tarragona, a veces, en las tardes más primaverales, el mundo gira en sus ejes apenas unos grados para que las montañas lindantes al pueblo no ensombrezcan el agua cristalina, ni celeste ni diáfana, de su playa, de sus olas, de su mar. Sobre la transparencia veo traer y llevar, al compás del latir subterráneo, del magma en venas abovedadas, hojas sin origen, sin árbol propietario en el horizonte, sólo nubes ahuecadas por el azul. Los pocos árboles alrededor, próximos a la orilla, pertenecen a los jardines de los dos pisos arquitectónicamente catalanes, con retazos ámbar en los balcones deshabitados. Me les acerco caminando, dejando a la playa deshacer mis huellas; hay, entre otros, un árbol, el más grisáceo, que se arquea para rozar el océano dentro de una gota, pero no alcanza y se sostiene, apenas, de sus raíces; hay algo en él que me recuerda a la muerte.
Sobre adoquines acorto la distancia a la veranda. La puerta está entreabierta, al rozarla se revela el interior, una conjunción de aristas encaminándome al barandal de la escalera, y el resto, el pasillo en el cual desembocan los escalones, a mis costados, se encuentra vacío e iluminado de esa luz matinal que rehuye los visillos celestes esparcidos por la casa.
Al subir, el cerámico bajo mis pies guiándome, a mi derecha las olas y su arena refutan el horizonte, la finalidad, el empequeñecerse del jardín. En la cima, donde la cerámica tuerce y un ventanal sin cortinas, en frente, me introduce al pueblo y su montaña, a los ladrillos y los bosques, entrecruzados en arbitrarias manchas de sangre contra savia, puedo oler, incluso saborear, el viento salino que no sabe a sal ni a mar, ni a playa, ni a las montañas que delimitan la playa. Sigo a mi guía por otro pasillo, corto, con un visible fin a pocos metros, a pocas ventanas. No hay puerta esta vez; allá, donde termina, el marco de una habitación esconde la continuación de unos centímetros de cama, recubiertos por sábanas que zozobran, pendiendo del borde acolchado y naufragando por las relucientes baldosas. Corro.
Ahí está ella, dispersa y diminuta en el trasfondo de la cama, oliva sobre blanco. Las sábanas ciñen parte de su cuerpo, el resto se resbala de la piel al apoyarse ella en su codo; tienta con su brazo libre, alcanzándome entre las brisas, las que agitan las cortinas del abierto balcón, y sus piernas entrecruzadas, curvando lo níveo, como las montañas en invierno, contrastando con el sol, impudoroso, deslizándose, al igual que su opaca cabellera, sobre su pecho, este escondido tras tela no lo suficiente traslúcida para la mañana, filtrada por los árboles que también celan el celeste cóncavo; pero a mí me bastan sus ojos andaluces.
Ella sonríe, me espera y me sonríe; más frágil que la última vez, modificar la misma corriente de aire pareciera excesivo. Sin embargo, me acerco, me acerco a sus labios que se abren, y murmuran:
-Saludos de mi parte al General –le repite el profesor, desde el marco de la puerta, ellos ya bajando las escaleras. Mira a sus costados, desorientado, y, instintivamente, retoma al grupo, algunos hace tiempo en la antesala, bajo la mirada, repetida, de la mujer. ¿Por qué salimos tan temprano?, pregunta cuando alcanzan la cuadra de la que supo y olvido el nombre. Excepción, le responden, sorprendidos que no haya escuchado; suerte, añade la rubia, porque de antemano estaba apurada por un turno en el hospital. Él no quiso insistir y preguntar por Carolina, si conocían la causa de su ausencia, y permaneció callado hasta la parada de colectivo, donde se despidió.
No se molestó al pasar el primer colectivo, consumido en destruir la apología de Cela, de su pasado y bien intencionada hipocresía, poco le importaba verlo acelerar completamente lleno, pero ya al segundo, esta vez por problemas de servicio, revisa su reloj, calculando los minutos, las subidas y bajadas, las excesivas cuadras hasta la casa de Carolina.
Arriba del tercero ve la calle anochecer, habla una o dos palabras pero no presta atención, ha tardado en subirse y no deja de contar los semáforos. Apenas abarca las palabras ajenas y reitera, para finalizar, censor y franquista, sin por ello dejar de alabar el Pabellón de reposo. Se pasa de su parada e intenta culpar, aunque bien sabe lo contrario, a la suerte; suma otras cinco o seis cuadras.
Corre. Crece el conciente tambaleo, su pierna jactándose de todo apuro, como una más de la risas que intentan esconder a su alrededor, esquivándolo al apoyarse contra las vidrieras. Evade la avenida en la próxima esquina, la paralela, uno de los recovecos de Colegiales, librándose de obstáculos. A las pocas cuadras se le acerca un hombre, en bicicleta, y no puede evitarlo porque le cierra el paso, piensa en escapar pero está cansado.
El hombre le pide, le amenaza, le exige la mochila que adentro guarda el Pabellón de Reposo. Pero el chico se resiste, la abriga entre sus brazos y prueba retroceder, aunque, entremedio, no logra esquivar una mano que se sujeta y tironea hacia la bicicleta. Ambos fuerzan y ninguno desiste, solamente al primer golpe, del hombre, que tampoco lo espera, se prevé un final. Extático, comienza a desfilar sus puños por la adolescente piel; no se detiene, o no puede detenerse, incluso al caer el chico, donde patadas sustituyen las manos. Su cuerpo, aparentemente mimético, se frena cuando ya el chico hace segundos dejó de moverse.
Tuvo suerte, apenas los puños se le ensangrentaron. Piensa, el hombre, como no lo había hecho en aquellos segundos de golpiza, si el chico está bien, o incluso, si está vivo. Fluye, de donde supone la nariz rota, el rojo por los surcos de las baldosas, tiñendo parte de la cara visible; el resto del cuerpo le da la espalda. Piensa que no ha pensado, el cuerpo tendido responde a otro, no a él; inclinado sobre el chico, anhela más acción que el subir y bajar de los pulmones. Piensa, y decide, no seguir mirándolo, sólo correr. Toma el volante de su bicicleta y con un tranco ya gira a la izquierda.
A la novena cuadra se detiene; entre medio de izquierdas y derechas descartó sus amistades, refutó sus salidas y considero el tren de Lacroze. Vuelve a examinarse; de algún modo no se manchó con el otro, ni lo vieron entre los primeros gritos y la última caída, por eso, más allá del sudor y los puños, desdice varias posibilidades y mantiene dos, las sopesa y pasa demasiado tiempo detenido. Decide no volver hoy con su familia.
Acelera en el alba, espera ver más gente, gente recién salida del trabajo, cuerpos desbordando las calzadas, intrigados, presionando, pidiéndole que se detenga, que se baje y explique las puntos rojos en el dorsal de su mano; no se detiene hasta alcanzar, con dudas, la puerta derruida de Marco. Vacila y golpea.
-¿Qué hacés acá?
-¿No saludás, Marco?
-¿Que querés, Damián? No es un día para joder.
-Carmen me echó de casa, se calentó ayer porque llegué tarde.
-¿Y?
-No, decía, ¿qué amigo tengo cerca del laburo que me puede echar una mano? Y, que además, me debe guita –Marco lo mira, más precisamente, lo revisa. Deambula por la forzada sonrisa, las mejillas contraídas hacia arriba, cayendo por su descolorida camisa se bifurca en sus manos, estas entrecruzadas en su espalda, sosteniendo la bicicleta.
-Bueno, pasá.
Una pendular bombilla, lo suficiente para no tropezarse, aclara una mesa ratona, en el medio de la habitación, y un sillón frente a ella, contra la pared; nada más los aguarda. Apoya el manubrio en el primer espacio vacío.
-Te está yendo bien -señala, con ambas manos extendidas en el aire.
-¿Adónde estuviste?
-En el laburo, ¿no te dije?
-¿Y porqué las manos?
Las gotas brillan en la fosforescencia; no le responde pero intenta sorprenderse. Fracasando, busca algo alrededor, no sabe bien qué, pero busca algo, algo para sujetar. Por alguna razón se alivia al ver pintura corrida.
-Estoy pintando, acá cerca.
-¿Vos, el albañil?- Marco no depara en la búsqueda de Damián.
-Si me pagaran los que me deben, no lo haría.
Uno decide irse, tiene suficiente, el otro, ya cansado, ya sin poder pararse, se arroja al sillón, sin quebrar la mirada.
-Tirate en la cama -cabecea hacia la habitación paralela al living-. Ahora vuelvo, tengo que terminar algunas cosas. Lo único, si suena el teléfono, dejaló -Damián se levanta y dirige al dormitorio sin haber escuchado palabra alguna después de cama.
El dormitorio, tan desprovisto como el living, lo tienta con un hundido colchón. Esta vez no se arroja, primero cierra de la puerta para aislarse. Luego de acomodarse, queda adormilado en la cama, y no abre los ojos, pasado un tiempo, al repicar el teléfono.
No tarda en despertarse. Alrededor de medianoche, rompen la puerta de la casa; no escucha voces, sólo pasos, tres o cuatro pares, y tampoco recapacita en la sirena, porque si lo hiciera, probablemente no buscaría la bersa de la mesita de luz, en el primer cajón (bien lo conoce a Marco).
Le gritan de la habitación, lo que minutos después distingue como prevenciones, un protocolo policial bastardeado. Le advierten dos o tres veces más, descifra, entre el griterío, de si tener un arma mejor arrojarla al suelo. Prefiere no arriesgarse.
-Ya está -grita dos veces, con las manos en alto.
Entra un oficial joven, menos de treinta años, que no lo mira, sólo busca en la alfombra el origen del ruido sofocado. Recoge la bersa y, despacio, sobre las sábanas, la deposita. Damián todavía no se extraña, apenas tiembla, y repite: “No quise golpear al chico”, e inmiscuye, a la segunda o tercera repetición: “No estaba pensando”, y termina, los ojos cerrados, previsores, la berreta del policía ladeada en búsqueda de ángulo, contra la frente, con un: “Por favor”. El silenciador enmudece la sangre.
Sale del dormitorio; uno de los oficiales lo espera sentado en el sillón, el otro, mayor, examina la cocina, abre y cierra cajones, tantea repisas, incluso el interior del horno, y regresa masticando, sus manos vacías.
-¿Ya estamos? –le pregunta al de los guantes ensangrentados; éste, sin recapacitar en él, dispara dos veces con la bersa contra la pared opuesta al dormitorio, cerca, demasiado cerca, del oficial.
-Ahora estamos –el hombre en el sillón ríe por la expresión de su compañero, marmóreo al dibujar su contorno gracias a las dos hendiduras en la pared. Se levanta, palmea al más joven de los tres, el del disparo, y se acerca al tercero, paralizado en su sitio. Pierde, previsiblemente, al joven de vista, que ha ido a arrojar el arma al lado del cuerpo, y se pasea por el insignificante rectángulo.
-Nos tenemos que ir, apura.
El joven vuelve a abandonar el dormitorio y cruza los pocos metros hasta la salida, pasando por enfrente del oficial que ya reacciona pero no se decide en responder, y atraviesa la puerta de la calle, donde el otro oficial silba sin oído.
-¿Te alcanzo a tu casa?
-No hay problema, voy solo.
-De vuelta, ¿te alcanzo por tu casa?
-¿El General insiste o vos? –se quita los guantes y los coloca en una bolsa, de su bolsillo trasero.
-Él se preocupa por sus favoritos. Vamos –y entra en el auto.
En el asiento de acompañante el joven se ajusta el cinturón mientras avanzan por Ciudad de la Paz. La radio del patrullero está apagada, toda comunicación con la central cortada; ambos se dispersan en los faroles, o en realidad, en la luz de los faroles, en la recreación de peatones, los contornos cobrando matices bajo el cobrizo fulgor. Pero más allá del espectáculo, de los bruscos movimientos de la palanca de cambio o el jugar con llaves, ambos esperan, indecisos.
Suena un celular, por suerte; es del quien conduce y lo abre con la mano libre.
-Hola, ¿General? Al final era de confiar el buchón, ya le puede pagar si quiere –escuchan los dos, aunque la otra voz sólo a uno es permitida-. Se sorprendió al vernos, el pendejo, al principio, pero en nada ya se acostumbró, sólo le tuvimos que decir que íbamos de tu parte y listo. Es bueno, lo tendrías que haber visto, General, hizo que Osvaldo se cagara hasta las patas –le da un empujón con el codo-. Lo dejamos ahí quietito para que esperara a los de la morgue y balística. Si, si, fue rápido, ningún problema, todo tranquilo. ¿Y cómo está el nieto? Seguro, General, nada mejor que el hospital naval. Si quiere luego paso por allá. ¿Que no? Bueno, igual mande de mi parte saludos a la familia –cierra el celular y lo vuelve a guardar en su chaleco-. Gran tipo el General, sólo no te metas con su familia, si me entendés.
Intenta hacerlo reír con su propia risa, pero ni siquiera le responde la mirada; acelera y sobrepasa los cien. A la misma velocidad, sorteando varios autos, llegan, en pocos minutos, a la casa.
Al bajarse del auto, ya en la vereda, lo llama de la otra ventanilla.
-Linda casa tenés, no es difícil de llegar, ¿cuánto tardamos, quince como mucho, no?; imaginate de la comisaría de acá nomás.
No le responde, se da vuelta y se encamina a la casa; abre la puerta bajo el quebrado silbido. Al entrar, directamente en el living, da unos pasos al costado, apenas separándose de la pared, y, entre las rendijas de la persiana, vigila al patrullero y su despedida. Tarda en irse.
A oscuras va a la cocina, tanteando en su camino la rutina, las eliminadas sorpresas. Adentro prende la luz, sentándose en la mesa, sus piernas tiemblan. Acerca el teléfono de la repisa, exigiéndoles a sus cables, y de un cajón de la mesa extrae su agenda, la abre y, sin prisa, halla el número. Lo estampa en las diminutas casillas mientras busca su encendedor. Por fin, al otro lado de la línea, luego de repicar lo suficiente para prender un cigarrillo con la hornalla, escucha una voz.
-Hospital Naval, ¿alguna emergencia?
-Si, tengo noticias urgentes para el General Peralta; un familiar suyo está internado. Y rápido, que son importantes para él.
-De inmediato.
Exhala el humo, fracasa y no logra formar anillos. Nadie se ha despertado, acostumbrados a sus llegadas nocturnas. Espera sin ansia.
Un manoteo, tres o cuatro palabras bruscas, con la que supone la secretaria, y ahí está, la voz.
-¿Quién carajo me necesita?
No le responde, sólo exhala mutilados anillos.
-Si me llego a enterar quién es lo mato, me escucha.
Por fin logra completar uno, algo convexo; se siente orgulloso de su bastardo.
Estrella el auricular contra la mesa y regresa, sin siquiera reparar en la secretaria. Divaga entre quienes pudieron llamarlo y concluye en dos o tres caras; los desplaza hacia mañana al alcanzar, tras pasillos inmaculados, enfermeras azulinas empujando inertes camillas y doctores reunidos en ternas, la habitación.
Las murmuraciones, en realidad rezos, pululan alrededor diferentes salmos, muchos equívocos, de domingo sin pastor, o simples deseos reforzados, o creyentemente reforzados, por un “por favor, Dios”, amalgamados, los agudos y los graves, en un solo réquiem. La fosforescencia no otorga el alivio de la mañana, por eso, probablemente, mantengan cerrados sus ojos, sabiendo al abrirlos ningún cambio, ningún día de distancia, ningún periodo de alerta superado. Toda la congregación, más allá de los niños aguardando en la sala de espera, están rondando la misma cama, excepto uno; apoyado contra el marco de la puerta, un hombre supervisa, después de haber atendido un llamado, el conjunto que delimita a su nieto.
Si no fuera por la noción de hospital podría ser confundido con un velorio, tanto los ramos de rosas, agolpados en las esquinas, redundan, como las velas, derritiéndose en esporádicas palmatorias, que iluminan serias, y desvergonzadamente premonitorias, expresiones. Sólo falta el cura, que ya circula por los pasillos, indiferente, ansioso en convertir, como bien se lo han enseñado, el alba en luto.