domingo, 12 de julio de 2009

Tras el reflejo

Si encuentran a cualquiera de los seis soportarbles, antes agradecer a Luis Sagasti, Hugo Correa Luna y Marcelo Damiani, mis tres profesores.

martes, 7 de julio de 2009

El Oleaje

Yo frente al mar, frente a las olas y su ruido, frente a su ilusoria eternidad.
Dios con su luna. La gravedad, un hijo más, sin culpa, ajena al incesante choque.
El omnipresente, todo suyo, el futuro suyo. También dueño del pasado, de la estupidez de mi hermana, de su error, de su olvido.
Frío ahora. Frío antes. En mi cabeza pequeños ojos, día nublado, tormenta entonces lejana, rayos vecinos. Él, metros hacia adentro, segundos de un minuto de vida, apenas nueve años, agua en vez de arena a su alrededor. Manos desesperadas, la playa diminuta a tal distancia, su pequeño cuerpo al son de las olas.
Ninguna vuelta atrás. Ojos irritados y ayudas callados. Sólo burbujas. En el piélago un pequeño cuerpo, mi hijo, mi sangre en azul.
Mi hermana, sobre la arena, rodeada de gritos, propios y extraños. Pequeños gritos, de primos y amigos. Ninguno mío, lejos, lejos como siempre.
Un purgatorio terrenal, sólo hasta hoy, sólo hasta la profundidad.
No más noches. No más penitencia. Pies mojados, descalzos. Suelo arenoso atrás, mi cuerpo húmedo hacia delante. El pelo pegado al cuerpo y la ropa pesada. Golpes continuos contra el pecho, mi cintura etérea, piernas sin pausa.
El cielo hundido, el aire arriba y mi boca abajo, ningún soporte, ningún dominio. El mar sobre el atardecer. Puertas del reencuentro.
Hola.

Rapsodias Rutinarias

"The woods are lovely, dark and deep,
But I have promises to keep,
And miles to go before I sleep,
And miles to go before I sleep."
(Stopping by Woods on a Snowy Evening, Robert Frost)

"Era mas libre que nunca, y que bien podia quedarse esperando cuanto quisiera en ese sitio que le estaba en general vedado, y que esa libertad la habia obtenido bregando como apenas hubiera podido hacerlo otro, y que nadie tenia el derecho a incomodarlo o de echarlo; mas aun, de dirigirle siquiera la palabra; y que sin embargo -esta conviccion era al menos tan fuerte como la otra- no habia, al mismo tiempo, nada mas absurdo, nada mas desesperado, que ese libertad, esa espera, esa inmunidad."
(El Castillo, Kafka)


El vidrio de la ventana no le quita tristeza al carnaval. Ahí están ellos, bailando, empujando, riendo, mortalmente avanzando por la avenida, entre dos edificios, uno de los cuales él llama hogar, como si el mundo, el de ayer, el de hoy, se contrajera a un metro, a los segundos que los separan de aquel metro, a los cientos de adoquines que componen aquellos segundos, indiferentes a las manos que moldearon el barro, a las que los traspasaron a la carreta, a las que los empotraron, a las que simplemente esperaron verlos sumergidos por el asfalto, gris, viéndolo rebosar por las calles, subirse a la calzada, mutar a cemento, crecer sobre vigas, encuadrarse en cuartos y oficinas, ramificarse en balcones y terminar coronándose en terrazas o chimeneas, extinguiéndose en una humareda opaca, pasados carbonizados explayándose en el cielo, todo el cielo, desde su cadáver, agolpado entre tantos otros, ya una urbe, hasta sus efímeros bordes, decenas de suburbios y verde, escaso, apenas un color, cobrando vida al contrastar con los cementerios, demasiado numerosos, demasiado inertes, sólo noventa y tres familias atisbando nombres y fechas, buscando, seleccionando, encontrando de todas las manos las suyas, las del padre, la madre, el hijo o la hija, dejando flores, a lo mejor alguna lágrima, retrocediendo en sus pasos, caminos adoquinados, volviendo al auto, una hora de silencio, subiendo escaleras, abriendo puertas, la noche afuera, durmiendo, olvidando, y despertando al compás de la música, acercándose a la ventana, sonrientes, divisando los disfraces, sus rojos y amarillos, olvidándose del gris sepultado bajo los pies, bajo las sonrisas, bajo el baile. Sin embargo, al carnaval no le importa, porque ya ha pasado aquel metro.
Vira hacia el interior de la sala de estar, grisácea. Lo más cercano a él son los dos sillones, enfrentados a la avenida, y atrás de ellos, una metafórica mesa para dos. Están empedradas las paredes, de un verde oliva, por una continua biblioteca cuyos lomos de cuerina reflejan su sonrisa, asumiendo su mortandad idéntica al de los mecanografiados papiros, porque ni el respirar es atemporal ni el conocimiento abstracto; la biblioteca también ríe, ella sabe la mueca perteneciente a un no haber sido, sin el ilusorio carpe diem, sin titular ningún proemio o entrada enciclopédica, lo encuentra varado en un olvido sin recuerdo.
Sobre cerámica blanca, encorvado, abre el armario al costado del bidet, el arco de su espalda insinuándose en el espejo del lavamanos, apoyando en él, después de encontrarlos, cinco cilindros, cuatro herméticas recetas y un frasco de rubor; extrae, de los primeros, su dosis matinal, mientras el agua reverbera contra plata ovalada; y busca, tras el transparente cortinado, una excusa de ausencia, pero en el diminuto cuadrado, entre las nubes, el sol quema su mácula en el gris. Hoy no lloverá, ni tampoco las píldoras se atorarán en su garganta, sus labios sujetados de la canilla, el agua helada, de traspasar encías, todavía no lo obliga a desprenderse. Comienza acariciando, con dedos teñidos de rubor, un liviano rosa sobre blanquecino cartílago, la frente del hombre de equivocada edad, de arrugas ajenas, y avanza, entre los puentes dejados por los ojos, antes habiendo aligerado las ojeras, los resaltados pómulos de donde se desciende a los lampiños despeñaderos, entrecruzados en su barbilla. Se aleja dos pasos hacia atrás y cree recobrar algo de sí, pero no puede deshacerse de aquel olor impregnado en su piel, por más que pase, repetidas veces, el cepillo de cerdas gruesas contra sus piernas, sus brazos, su pecho,…
Vuelve donde el carnaval y lo busca tras el vidrio, sólo una estela de desechada parafernalia, ribetes y serpentina, cubre los adoquines. No duda, corre de la habitación, alcanzando al paso, de una silla, su sobretodo y bufanda, colocándoselos de cualquier manera al abrir la puerta, descorriendo los cerrojos, trabándose en el apuro, y hasta que por fin, el pasillo a la vista, con un brazo del abrigo pendiendo de su hombro, se encamina a las escaleras, olvidándose de la cerradura, y, al vivir en uno de los primeros pisos, esquiva la demora del ascensor para bajar saltando de a dos escalones, hacia la salida, hacia el gris y el carnaval, al compás del tintineo de los cilindros, ciñéndose, a cada momento, su bufanda al cuello, porque últimamente cualquier brisa colma sus pulmones, ahoga sus alvéolos, satura su sangre de dióxido de carbono, torciendo su misma espina en convulsivos sacudones, obligándolo a apoyarse en la columna a su costado, en plena plaza de estacionamiento, en pleno subsuelo.
El auto es nuevo, como su ropa, como sus muebles, pero su ronroneo no equivale al de los sueños, ni siquiera correr inmutable sobre los desperdicios del carnaval, al punto de dudar de su existencia, de verse obligado, dos o tres veces, a reasegurarse en el retrovisor, resarcía la desilusión de lo onírico; por eso, indiferente, presiona en la carrera, sobrepasando los autos en carriles contrarios, ensombrecido por rascacielos idénticos al natal, su riesgo, el sensible acelerador y su riesgo, todo por perseguir el rastro rojo y amarillo, todo por querer ver crecer el grado de la aguja en el velocímetro, todo para amalgamar la calzada y sus torsos, sus canteros, sus afiches y los restaurantes que promueven, las sonrisas sentadas en sus mesas, los faroles que los iluminan a aquellas y a la pareja abrazada al otro lado de la calle, frente a una librería, su vidriera reflejando el par de labios mientras de trasfondo padres enseñan a hermanos a cómo criar hijos, y las raíces divergen en troncos para formar copas, que opacarán el asfalto y la piel, ésta deambulando entre los reencuentros y las separaciones, entre la vejez y juventud, el futuro y su pasado, y a la vez ninguno, o uno, y todos, el infinito en el vacío. Los contornos cobran trazo nuevamente: hay un embotellamiento a metros; decide girar, arriesgar el rastro a cambio de una oportunidad de reencuentro; se da cuenta, a las pocas cuadras, que le es imposible regresar a la calle, están obstruidas, continuamente, las desviaciones, y recto por la paralela prevé donde terminará, no, está seguro donde terminará, porque ya ha pasado la ultima bifurcación.
Las puertas del ascensor, plateadas, cerradas, no dan indicios de la velocidad con que suben, apenas los números, vertiginosamente sucediéndose, la materializan, como si la tensión, lo natural, tolerada entre los cables que los distancian de la base, dejara de existir. Cree conocer al hombre a su lado, reviviendo en él introducciones incomodas, miradas cruzadas, pero no puede estar seguro; al otro costado hay una mujer, pronta gordura, recostada contra la pared, mirando el techo, compañera de trabajo, aunque no lo reconoce. Los números titilantes, rojos, llegan al decimoséptimo; hay una imperceptible resistencia al detenerse, los dos hombres no se inmutan. Se abren las puertas, la compañera de trabajo, la primera en apurarse, lo mira antes de salir, de soslayo, evitando una relación, para luego dirigirse por la derecha, ya libre del confín, alejándose paralela a la pared; tras la abultada cintura decenas de cubículos dan la bienvenida. Mientras deja el ascensor sospecha que ella también lo conocía. En frente, madera azul y cuerpos intermedian con la pared acristalada, su cielo se condensa en niebla entre los edificios, ramificándose por las antenas e idénticas oficinas; bajo su abdomen se encuentran ellos, trabajando, encorvados en trincheras donde soldados trajeados, al menos la mayoría, combaten un enemigo disfrazado de personal, de hijos o padres, de pobreza o indigencia, quienes, entre el fango del escritorio e inscripciones grabadas por las tapias en tinta, abandonan el tecleo, o permiten al enemigo disuadirlos con sus familiares cartas de defunción y tentaciones rivales, perecen. Pero muchos se confunden, no es un enfrentamiento, menos una guerra, más cercano a una sumisión, una ejecución de presentes cuya sangre borra biblioratos; tratarlo de guerra, así la murmuran en las trincheras, es una excusa, una excusa necesaria pero excusa al fin. Le da el parte al coronel, ésta vez llegaste temprano, se le ríe, invitándolo a la risa, pero él ya está perdido, registrando los recovecos de los cubículos, los visibles entramados de madera, de las paredes azules, quisiera preguntarle a su superior si sabe adonde se encuentra el hombre del ascensor, probablemente ahora bañado en lodo por la lluvia que se desprende de los aspersores, pero no recuerda ni el rango ni el nombre.
En las pausas despierta, son dos, la primera surge de la alarma programada en su celular, alrededor de las once, que al revisar la hora se vuelve doce menos cuarto. Se desprende de la computadora y persigue un delatado tramo del laberinto; en el camino algún que otro le asiente, obligándolo a la imitación, hasta enfrentar los vidrios, la calle ni siquiera guarda algún resto rojo y amarillo, y desde ahí, mientras repiquetean sus bolsillos, acorta los pocos metros hasta el baño. Cuando se estrecha el camino, el hormigón cobrando nuevas aristas, se encuentra, en la esquina, alrededor del tanque de agua, a tres compañeros, los tres hombres, que sabe ninguno el enlodado.
- ¿Como estás?
- ¿Difícil el primer mes de regreso?
- Creo que el jefe te quería ver.
- Luego me paso por allá, suerte.
El repiqueteo es lo suficientemente fuerte para recrear el camino hasta la puerta corrediza del baño; se miran entre ellos y ya prevén los próximos cinco minutos, un tercio de su descanso.
- Pobre boludo, apenas el novio se enteró, lo dejó.
- ¿Y que esperabas?
- Que no se lo dijera.
- Cómo no se lo va a decir.
- Siempre me da cosa hablar de esto.
- Nadie te obliga.
- Estuvo perfecto que se lo dijera.
-Ya sé, ya sé, te estoy jodiendo.
- En serio, no podemos hablar de otra cosa.
-Habría que invitarlo algún fin de semana, debe estar solo, sin familia, sin amigos.
- ¿Cómo sabés que no tiene familia?
- ¿Alguna vez lo escuchaste hablar de ella?
- Sí, porque vos siempre hablás con él.
- Al menos no me escondo para no hacerlo.
- ¿Sí, y porque no lo invitas al cumpleaños de tu hijo?
- No metás a la familia.
- Nadie mete a la familia.
Uno hace una seña en el centro del séquito, oculta al hombre del repiqueteo; la puerta corrediza vuelve a materializarlo afuera, en el pasillo.
- ¿Y, qué te dijo el jefe?
- No, sólo fui al baño.
- Esta bien, pero acordate, porque sino me busca a mí luego –le sonríen.
- Listo –sonríe-. Nos vemos, suerte.
- Nos vemos.
- Suerte, igual.
- Chau.

La segunda lo traslada a otra sala, al comedor, donde lo envuelve, sofocado por dialogados divorcios y despidos, si pudiera ser, mayor soledad que en su cubículo, porque, supone, clausurado entre las cuatro paredes aún existe un afuera; aunque ahí, sentado en una de las decenas de mesas, filtrando conversaciones excluyentes, se siente seguro, esta solo y sin su afuera, pero seguro, como si rodeara una hoguera extraña, alimentándose de despiertos sueños, en posibles futuros, sabiendo que de volver a la noche, entre los árboles, recobraría las fantasías, adornando con ellas el follaje, aguardando a que cobren vida los ribetes y serpentinas mientras sube el calor a su frente y el sudor se acumula en sus rodillas, doblándolas en grotescos tambaleos, provocando continuas embestidas a los troncos hasta caer en la nieve, exhausto, y escuchar el quebrar de una de las engalanadas ramas por el peso del lobo, saberlo encima con sólo el vaho de sus fosas en el trasfondo de las estrellas, resumiéndolos en un sordo aullido, como un doblar de campanas, como un solitario gatillo.
Al terminar, sin haber encontrado al hombre enlodado, baja cuatro pisos, pasando por pasillos tapizados con desconocidas muecas, y pausa en el vestuario antes de alcanzar el gimnasio interno. Éste, al igual que las oficinas, está delimitado al fondo por una pared acristalada, pero en vez de cubículos, poleas entrelazadas con músculos, cartílagos sujetando volantes mientras sus pies vitalizan los pedales, cintas soportando hombres obesos sin aliento, bancos inclinados protagonizando recientes madres, y atrás del contador dos hombres hercúleos paran de reírse y asienten dubitativos a la foto de la credencial, tomada hace años. La clientela, como los supervisores, los dubitativos, se renueva a su alrededor mientras continua sentándose, cada martes y jueves, reforzado en los últimos meses por las indicaciones del doctor, en una de las bicicletas, aislada del conjunto, contra el ventanal. De vez en cuando un compañero de trabajo, como hoy, como ahora, normalmente los jueves, se le acerca; un bulto se dibuja en su buzo, pareciera ser el porque del visible recelo, y extrae, apenas apoyado en el manubrio, una manzana. No se sorprende, ya está acostumbrado a quien considera amigo, hombre alto y delgado por ello.
- Hey, ¿cómo hacés para bajar la panza así?
Da el primer mordisco a la manzana, vigilando tras su hombro.
- ¿La panza? Culpa del doctor, no quiere que me baje de esta bicicleta.
Continua mordiendo la manzana, al parecer demasiado madura.
- Escuchame, y acordate, son todos unos hijos de puta y hacen que saben pero en realidad juegan a ciegas; acordate -las palabras hiladas por masticada fruta-. ¿Pero hablando en serio, estás enfermo?
- No, no, es que piensa como los ingleses de Matadero Cinco.
- ¿Quiénes?
Ya empieza a buscar un lugar donde arrojar el carozo.
- Nada, sólo una novela. Supuestamente produzco endorfinas y no se qué más, te ayudan, claro, pero por sobre todo hacen que el viejo no llame a mi madre.
-Vos ves –duda si su alto amigo ha escuchado lo último-, te recitan uno o dos nombre y no podés más que bajar la cabeza. ¿Y decime, te dejan dormir?, porque tenés unas ojeras…
- Sí.
Empieza a pedalear más rápido, el olor de su piel regresa.
- Tranquilo, no vayas sólo a decorar el féretro.
- ¿Lo escuchas?
- ¿Qué cosa?
- El carnaval.

Vuelve a correr. Desfilan alrededor, en su propia mascarada, dos hombres canos, rejuvenecidos, metros delante en un estacionado mensajero cuyo flirteo no responde la secretaria, tras su escritorio, pero que igual le sonríe mientras fantasea, a base de recuerdos, con el hombre apoyado en la fotocopiadora, que calcula monetarias cunas y biberones al pasar a su lado una mujer embarazada, esperando frente al ascensor con otro hombre (esta vez decidido a arriesgarse por el ascensor) que le permite subir primero, mas allá del apuro, al abrirse las plateadas puertas, tomando en consideración a la hija, o hijo, gestando en ella, en el hombre trajeado o mujer ceñida a una bata ensangrentada, en la ambulatoria sotana o delantal, en una futura abogada que, desde el estrado, pierde sus casos sospechando de su futuro marido, visualizándolo entre sábanas ajenas durante las horas extra, y él, el marido y también padre, duda si aquellos casos nocturnos, organizados según sus nuevos horarios, materialicen las vanas, hasta el momento, amenazas, olvidándose del hijo, criado entre jardín de infantes e ilegalizada criada, acelerando por la primaria y la secundaria, descubriendo estantes de la biblioteca al mismo tiempo que las arrugas de la inesperada madre, concluyendo ambas, una despedida y la otra leída, en sincronía, en el momento de abandonar el noveno piso y perseguir la carrera de la madre, a quien queda legalmente responsable, para abandonarla y seguir contaduría, al igual que el padre, nuevamente casado tras la frontera, llegando, en poco tiempo, al mismo edificio de su padre, este muerto para entonces, reencontrado en el cementerio con su abuela, que pasa ahora, sin saberlo, al costado, cuando atraviesa la entrada, preocupada por el hombre enfermizo del ascensor, a su nieto y futura prometida, mientras el hombre del apuro, por cual se preocupa, dentro de su auto tose, y no puede detener la tos, y tose lo que cree es sangre.
El olor, insoportable, incluso con las ventanas abiertas, presiona las corneas; sin siquiera remitirse a una emoción, ya empieza a entremezclar lo salado y lo dulce al ritmo de un determinado hoy, yendo más allá del paladar, reclamando el oxigeno de su misma fórmula natural, y cuando por fin se libera, mutando al hombre en infante o a la actriz en mujer, sin importar trayecto, tanto sesgo maternal como trazo apurado, ambas circulan la piel hasta terminar en labios temblorosos que excluyen virtuosismo y exigen reserva, indiferente si el otro se decide por la lastima o la sorpresa, permitiendo saborear, literalmente, un ahora. Dos o tres cuadras de desperdicio rojo y amarillo han pasado bajo las ruedas antes de lagrimear, tantas también hasta dejar de buscar el carnaval, dirigiéndose directamente a su edificio, donde estaciona en doble fila; sus ojos apenas lo guían en los primeros escalones, la baranda apura el olvido del rojo y amarillo sobre el asfalto, inmutable.
Gira la canilla, la izquierda, una C impresa en ella, y permanece mirando aquella mano que contrae sus músculos, la recipiente de las primeras gotas, apenas dos humedeciendo la grotesca vena azul, la que quiso resaltar con ejercicio y hambre pero que ahora simplemente sobresale sobre la nívea cara da la mano. La vena, el origen, evoluciona geométricamente con las siguientes gotas, aceleradas por la presión de la ducha, pero su mirada deja atrás a sus dedos, vertientes, fuentes y afluyentes, resumidos en el Nilo, desde el pulgar al meñique, del lago victoria al mediterráneo (estas, humanamente, definidas como comienzo y fin), y comienza el peregrinaje. Al dar vuelta su brazo y posarse en la muñeca, en la fina piel tensada, dispuesta a la más tierna cisura, atestigua el surgimiento de Kheops, erguida sobre las mismas casas de quienes la construyeron, pero no se detiene, deambula, ahora, por el radio, circundando el mediterráneo, deteniéndose en Calvary, sin encontrar la cruz; pero avanza hasta llegar al bíceps, Turquía, cuyas Troyas homéricas se suceden hasta la contracción del músculo, donde, cansados de las riñas helenas, deciden los persas, encabezados por Darío I, luego de asesinar a su falso hermano menor y reinar gracias a los equinos, retribuir hasta las mismas puertas de Atenas, inconscientemente sembrando la venganza, y su historia, comenzando con Sócrates, el cual le enseñaría a Platón, después éste a Aristóteles, mudándose a Macedonia para enseñarle al hijo de Filipo II (adoptado por Amón), Alejandro Magno, el que empuja a la traición al escurridizo Darío III, e insatisfecho, a paso de Bucéfalo, avanza hasta la muerte del mismo corcel en el selvático omóplato. Triste, apura la mirada hacia abajo, hacia la lampiña tundra, donde todavía los eslavos no se animan a profundizar, avanzando al centro, sabiendo lejos la crucifixión del rey, su divinización en selectos diarios, su reivindicación en sangre gnóstica, ahogando con ella rebeliones como el diccionario a la palabra, dejando pasar el tiempo, idéntico a la impávida nieve, apenas en el transcurso uno u otro lunar sobresalen en ella, a su favorita llama Mahoma, mientras atisba, en el borde del pectoral, los primeros centinelas mongol, separados por cimitarras enterradas en rojas cruces. Sube a la barca mientras en la superficie del océano cuenta sus costillas, resaltadas en la peste, el color hipotecado en los primeros bancos, y llega al otro lado, a lo que será Alaska, en el momento cuando Colón entra triunfante en la corte Isabelina con rutas a Asia y los luteranos agradecen los cielos y su rayo, para luego bajar por la hendidura de su estómago, escuchando, entre las historias Inuit, condimentadas con un caribú pendiendo sobre una fogata, la guerra de los tres Enriques y el nacimiento del primer santo mulato en Lima; adormilado, no se puede detener y acelera, obviando las tentadores murmuraciones de Guillermos, Felipes y Luises. En la costa oeste, ya atravesando el final de la pelvis, el hueso apenas contenido por la piel, incentivados por la escasez de té, las trece colonias se reúnen vaticinando el fulgor de la bastille, extinguida por Napoleón con sus Españas de Goya, y pasada la indecisa frontera del reciente México, Grecia recobra su independencia, nuevamente. En ferrocarril recorre los agotados músculos, intenta olvidar las huellas mayas al ver subyugar al subyugador ibérico: Estados Unidos firma en Paris, al final del muslo, un parpadeo antes de Nabokov, Hemingway y Borges, la liberación de sus nuevas colonias cuando en el horizonte despuntan los Andes, ensombreciendo la materializada profecía de Bismarck: los Balcanes arreglan el encuentro entre el estudiante y el archiduque. En la costa, retoma a los ligamentos de las Guayanés, ve en sus costas, entre cyrillas y papagayos, a la Luisitania hundirse con la neutralidad estadounidense, y los bolcheviques alzar la hoz y el martillo, retirándose antes de la Versalles. Decide correr al escuchar, casi con resignación, Sieg heil, Sieg heil, Seig heil, acompasados por turbinas kamikazes, sin siquiera perderse en los laberintos amazónicos, retomando la tibia con facilidad, no hay mucho músculo que se interponga. Al salir de la arbolada y cruzar el río de la Plata, la piel roja curvándose en los maizales, e intentando romper paso entre las espigas, huele la pólvora de descargados rifles sobre vendados ojos, un hedor que lo acompaña en la calzada, en el ascensor, en los pasillos, en el zaguán, en la sala de estar, en el dormitorio, en el baño, sobre cerámica, bajo luz fosforescente, frente al hombre, tras el transparente cortinado.
No le gusta mirarse al espejo, es la obligación de volver a enfrentarse con frascos abiertos sobre el lavamanos, cromáticos sosiegos con el nombre de cóctel viral, que no pesan en la palma abierta. Intenta sonreírle al desconocido cuando arroja el arco iris por el desagüe, dándole inmediatamente la espalda en una retirada reciproca, su esquelético marco, todavía inseguro, contrayendo la desalojada mano una, dos, tres veces (una, dos, tres veces).
No se percata de la inexistencia del olor al prender la lámpara, acomodándose en el sillón con una encuadernada porción del pasado, ignorando, sonriente, las preocupaciones maternales titilando en el contestador. Cruzando las piernas en las rodillas, apoyando el libro sobre el muslo desnudo, intenta volver, en el marco estrellado, aclarado por implícitos faroles, a las noches de aeropuerto a pueblo, de aviones a primos, de estrellas en azul oscuro, de constelaciones grabadas entre llantos y precoces besos, de cabeza apoyada en rodillas maternas y murmuraciones entre padres, de abuela en pasado y nunca presente, de perderse en cosmos y no saber llamarlos cosmos, de abovedado futuro esparcido en incandescencias, de recuerdos sin aullidos.

Seguir Abriendo

Un libro en mi mano, el último, lo leo apoyado contra la pared. No tiene palabras ni letras, blanco, todo blanco, sus hojas y las paredes, el adentro y el afuera. Estoy sentado en mi cama apoyado contra la pared, mi libro sigue ahí, en mis manos. Se escuchan pasos en el pasillo, fuera de la habitación, fuera de la puerta. Soy yo quien me busco.
La puerta de la habitación adelante mío está a punto de abrirse, su manija gira y sus clavijas ceden. Despacio aparece, bajo el marco de la puerta, ahora, un espejo con materia, con nombre, conmigo. Yo sentado y yo erguido, un sobretodo nos diferencia, negro, también los guantes son negros.
-¿por fin estás ciego, roberto?
-sí.
-¿por fin estás libre, podes ver, roberto?
-sí.
-¿qué le han pasado a todas tus promesas, tus escapes, tus metáforas del mañana, roberto?
-siempre estuvieron.
-lo sé, roberto.
-yo también.
-estás listo, roberto.
-sí.
Introduzco una bala en la recámara del arma. Me miro, parado, estoy tranquilo, ya era hora que viniera. Estiro el brazo adelante, bajándolo, cubriendo la distancia hasta posicionarla en la frente, el cañón está frió y no me incomoda, cierro los ojos. Disparo.
La mácula de la pared, atrás de la cabeza, la cual sigue apoyada contra la pared, se expande o intensifica con la contribución, una aureola roja en continua expansión. La bala ha caído tras la cama y resuena al chocar con las otras balas, todas amontonadas bajo la cama. Veo que he cerrado los ojos justo antes del impacto, mi propio rostro no es bueno como última imagen, por eso los cerré, los ojos.
Miro a mis costados, en medio de aquel blanco, sin sombra ni bordes, puro y sin líneas, simplemente forma, como sinónimo de materia, si es que se puede decir materia. La continuidad, el blanco, se corrompe por un paisaje, ¿paisaje?, enfrascado en un rectángulo, una ventana sin marco ni allá, una combinatoria de colores vivos, latente, difusos, pero sin forma, ninguno de los colores.
Vuelvo a mí, al cuerpo, agarro las piernas, estiradas sobre la cama, ya inertes, y con un tirón las hago caer al piso, seguido por el resto, unida la anatomía por el sonido ahuecado que hacen al caer contra el piso, el cual, igual de blanco, tiene trazada una senda roja, del mismo color que la aureola, roja, alejándose por la puerta por donde entré, desigual y difusa. Sujeto de los tobillos y arrastro, el libro también ha caído al piso.
Por el peso del cuerpo, al arrastrarlo, la franja gana nuevos ángulos, otras vertientes, y se ensancha en ciertos tramos, como cuando se intenta pasar un cuerpo por la puerta.
Pasado el marco de la puerta, en medio del pasillo, no veo fin, sólo blanco, paredes y piso, denominadas así sólo por ser yo quien las defina, fundiéndose a lo lejos, las paredes y el piso, dejando de existir a la distancia. Blanco, sólo blanco. En una de las paredes blancas, la derecha, hay innumerables puertas, éstas también se pierden en el blanco, al igual que sus manijas, también blancas, homologas entre sí y diferentes a la manija de la puerta por donde vine. Excepto las primeras siete, manchadas de rojo, previas manos, más de siete, levanto una, dejando todavía la otra sujeta a los tobillos. El guante está manchado, rojo sobre negro esta vez. La senda roja se limita hasta aquella séptima puerta cuya manija está manchada de rojo, bifurcándose en ésta como en las otras siete anteriores, desapareciendo bajo las puertas.
Vuelvo a sujetar los tobillos con las dos manos, ambas manchadas, y sigo la senda, roja, hasta la séptima, la última antes del blanco. Sigo deformando la senda hasta llegar a la séptima puerta, la cual abro.
Su interior está casi lleno. Es una habitación grande, bastante grande. No es blanca, como el pasillo, al contrario, es negra, toda negra, tanto las paredes como el piso, pero permanece la materia, la misma del blanco, de sus paredes y piso. Dije que está casi lleno, casi no hay espacio para introducir el cuerpo, hay demasiados allá dentro. Cuerpos, mi cuerpo repetidas veces, llenan la habitación, agolpados unos encima de otros, delimitando la habitación al estar adosadas contra las paredes. Ninguno tiene edad, eso y el orificio en sus frentes comparten, pero entre ellos sí hay tiempo, un antes y un después, una continuidad, una continuidad hacia el fin.
Arrastro el cuerpo, idéntico al resto, al semicírculo formado por los torsos, las piernas, los brazos, la sangre y demás que nos compone y nos delimita, nos posibilita y nos niega. Coloco mis manos en la cintura y con fuerza lo ubico sobre dos más de mí que se entrecruzan en mi pecho, en uno de ellos. Estamos amontonados pero no superamos el metro. Luego me saco el sobretodo, también manchado de rojo al deslizarse demasiado cerca de la senda, antes habiendo resguardado el arma en mi pantalón, y lo arrojo con el resto de los sobretodos, dispersados entre yos, ninguno con sobretodo. Me saco los guantes, negros y rojos, para arrojarlos con el resto de los guantes, dispersos entre yos, ninguno con guante.
Al cruzar el semicírculo, apenas traspasando su base, bajo el marco de la puerta, miro el pasillo, el blanco, las manijas, las próximas habitaciones, todas vacías ¿Es finito el pasillo, el blanco, y si lo es, si no hay puertas que no puedan ser contadas, no más habitaciones, adónde iré?
Retengo en mi mano el arma, ya fuera del bolsillo. Tiene otra bala dentro, cargada, aunque la había vaciado en la habitación, conmigo. Miro de vuelta el pasillo, sigue perdiéndose en el blanco, no veo su fin, todavía, si es que tiene fin, y por ende lanzo el arma dentro de la habitación, con el resto de las armas, dispersadas entre yos, ninguno con una. Cierro la puerta sin mancharme.
Camino de costado a la franja, de regreso a la habitación. Cierro tras mí la puerta, sin mancharla. Tomo el libro caído al suelo y me recuesto en la cama, apoyado contra la pared. Lo abro, en medio de sus páginas en blanco están aquellos impregnados en el papel, innecesario es que sean escritos, ya forman parte del mismo material. Yo no estoy entre ellos.
Un libro en mi mano, el último, lo leo apoyado contra la pared. No tiene palabras ni letras, blanco, todo blanco, sus hojas y las paredes, el adentro y el afuera. Estoy sentado en mi cama apoyado contra la pared, mi libro sigue ahí, en mis manos. Se escuchan pasos en el pasillo, fuera de la habitación, fuera de la puerta. Soy yo quien me busco.
La puerta de la habitación, adelante mío, está a punto de abrirse, su manija gira y sus clavijas ceden. Despacio aparece, bajo el marco de la puerta, ahora, una cara familiar, que me repite:
-La comida ya esta servida, cariño ¿Estás bien? Te ves pálido.
-Estoy bien, estoy bien, solo cansado.
-Bueno, voy a terminar de poner la mesa.
-Ahora voy.

Y retrocede el blanco.

Animal de Costumbre

"For Mans grim Justice goes its way,
And will not swerve aside:
It slays the weak, it slays the strong,
It has a deadly stride:
With iron heel it slays the strong,
The monstruos parricide!"

(Ballad of Reading Goal, Wilde)

Le restan doce cuadras, cuadras de mediodía, de un sol que ahonda sus ojeras, que ha dejado de entrometerse entre las rajaduras de las baldosas, en plena calle, para dedicarse exclusivamente a él, alumbrando incluso los espacios dejados en zapatos ajenos que bajan y suben a un ritmo tranquilo, decidido, en busca de su deuda.
A su sonrisa para aparentar, de comerciante al que el calor poco a poco despelleja de prendas y paciencia, la acompaña un saco holgado, demasiado holgado, que pende sobre sus hombros, se resbala y exige leves tirones hacia arriba, una camisa abierta y centímetros de tela negra bajando a un paso firme de la cintura hasta los zapatos, cubriendo piernas blancuzcas cuya poca carne se pega al hueso sin interposición de músculo, éste consumido a la par de la nicotina. El maletín, desgastado en las esquinas, al tempo del brazo, unos grados para adelante otros para atrás, conforma el ultimo estereotipo.
Está adelantado unos minutos en su programa. Busca alrededor curiosos pero no hay nadie, la calle vacía, como previó. Sin cigarrillos, las únicas dos cajas del día dilapidadas antes de salir, silba apoyado contra una pared, una guía de bolsillo nueva, sin uso, entre sus manos. Conoce las calles como los surcos de su palma, grotescos en la delgadez, pero la ojea, se siente seguro con ella.
Incómodo, apenas pasan dos minutos, continúa.
Llega a las dos y media exactas, y mira a los costados, luego a la puerta tras donde despierta su deuda, donde come su deuda, se ducha, se divierte, descansa, duerme, y vuelve a despertarse. Su deuda tiene contorno y sangre, sobrepasa los cincuenta y cinco años, ha engendrado sólo un hijo, éste sigue en la universidad hasta las cinco, tarda normalmente entre cuarenta y cuarenta y cinco minutos en regresar. Se ha casado dos veces, la última esposa, con la cual sigue, a pesar del juicio, entra al trabajo a las tres, por eso sale a las dos de la casa, siempre acompañada hasta la puerta.
Golpea dos veces. Tantas veces vio la puerta, a la distancia, a veces cerrada, otras abriéndose, escondiendo una mujer o un joven, pocas veces, como ahora, a su deuda. No había cambiado desde el dictamen. Decide controlarse.
-¿Qué quiere?- le pregunta, deteniéndose por demás en el sobrado traje.
-Hola, señor. ¿Cómo está? Si me diera un minuto, estamos vendiendo…
El hombre de saco conoce aquella atención anormal, siempre deteniéndose lo necesario en el momento de cerrar la puerta, ansioso, seducido por la mano hundiéndose en el bolso, valija, o maletín, como ahora, la intriga siempre ganándole, animal de costumbre.
Como una elongación suya, percibe a través del metal la panza fláccida, amorfa, de su deuda, retroceder a su avance. Acomodándose en la silla del nuevo estrado, degustando el momento, prolonga el tiempo de la indecisión, haciéndolo retroceder, sus labios casi tocando sus oídos: Calláte.
Entran en la casa olvidándose de las paredes, de la puerta, de la alfombra bajo sus pies, de sus mismos pies, de las piernas que unen los pies a los torsos, los brazos, los hombros, a todo aquello que componen ambos cuerpos, resumidos en la distancia entre ellos: en el revolver y su gatillo
Ve cómo por fin el anciano lo reconoce, cómo elimina mentalmente la reciente barba, la tintura, incluso los anteojos.
-Pero, pero....
El impacto de la bala contra la carne no se escucha debido al silenciador, pero si se siente, los dos lo sienten, uno, el caso obvio, viendo a su materia, tan sólida, tan inmortal, sucumbir en menos de un segundo, y el otro, creyendo sentir materialmente su recompensa al humedecerse su saco y camisa.
No va a dejar que escape su nueva sentencia, una segunda bala acompaña al anciano en la caída. Boca abierta, estupefacto, no puede hablar y escupir sangre al mismo tiempo, gárgaras con más vocabulario que cualquier discurso erudito. Los ojos vacilan entre cerrarse, hasta que las arrugas de sus parpados latieran, o abrirse, para ir del hombre parado al creciente manantial en la alfombra azul.
Pisa la gran mancha roja en la remera, la sangre converge, tiñendo tanto la ropa como la alfombra que sostiene al redundante cuerpo. Por suerte, el otro sigue consciente.
-Te acordás de mis hijas, hijo de puta. Ya no las vas a tocar- Se ríe.
-Ya no las vas a tocar- Continúa la risa más allá de él.
-Ya no tocarás- la risa.
Presiona los orificios. Gritos mojados que no pueden atravesar las paredes. En ese momento se olvida de la puerta, de su realidad.
El sonido de algo caer, muy cerca, basta para hacerlo regresar.
El hijo, encuadrado en el umbral de la puerta, libros a sus pies, caídos de brazos congelados, lo reconoce, del juicio.
Debe de haber salido antes de la universidad, sale más tarde los miércoles, está seguro, ¿cuántas veces lo había seguido? No tiene problemas con él, tira el arma al piso.
El aire se difunde del cuerpo y con ella la vida restante, como mucho un minuto resta hasta que la palabra cadáver sea la correcta. No sabe si el muchacho, comenzando la veintena de su vida, aprecia este aspecto, pero supone que no desconoce la inminencia de la muerte, la cantidad de sangre que delimita y sobrepasa el cuerpo de su padre no esconde demasiadas señales.
Se siguen mirando, el tiempo materializándose, los segundos marmóreos componen dos o tres metros de tensión indisipables, átomos paridos de esta nueva pareja cuyos sentidos parecen no querer reaccionar.

-Te doy cinco minutos. Corré- sentencia el hijo.

Al verlo el hombre había retirado su pie. Se separa del cuerpo, despacio al principio, pasos premeditados dejando un rastro rojo. Con una sola pausa para recoger su maletín, se acerca a la puerta. Se miran al cruzarse en el umbral, compartiendo y experimentando recuerdos, interrogatorios, dictámenes, pero ninguna recriminación.
Las pisadas van cobrando velocidad y desaparecen en la esquina.
El joven entra en la casa, cerrando tras suyo la puerta, y se sienta en una silla del comedor, a la derecha de su padre. Saca un cigarrillo y con delicadeza lo prende, saboreando la sensación en su boca.
Puede sentir la respiración forzada de su padre, como el aire intenta penetrar la viscosidad que sigue brotando sin control de sus labios. Él, en cambio, calcula dos minutos más.
Al final iba a tener que esperar seis minutos para llamar a la ambulancia.

Pesquisa de un Requiem

or, Dawns into mournings

Una despedida postergada, un adios mal escrito.


"¿Que es, ¡oh jueces! sino temer la muerte el atribuirse una sabiduria que no se tiene?"
(Apologia de Socrates, Platon)





Precedentes



Un año atrás


5:21AM - No estará acostumbrado, y nunca se acostumbrará, a la lluvia, a oscuras, sobre techo de zinc.
7:13AM - Logrará pasar sin pasaje, agarrarse al marco del tren, con su bicicleta en la otra mano, y despedirse de la terminal.
9:34AM - Todavía no se habrán vuelto suficientemente rutinarias las recriminaciones del capataz para pasar desapercibidas. “Siempre tarde, Damian, siempre tarde, esta te la saco de la paga”.
1:09 PM – Algún día, por todos los minutos comidos de su almuerzo, después del llamado de descanso, lo ahogará en el cemento fresco.
3:01 PM – Volverá a los ladrillos, acompañado por los demás del turno, unos once en total, y tardará, al menos unos minutos, en dejar de pestañear, por fin dominando sus parpados.
4:48 PM – Comenzará a revisar el reloj de su amigo y, de reojo, en toda oportunidad, buscará la entrada con la esperanza, insulsa, de encontrar a los obreros de relevo.
6:55 PM – Ya el último habrá cruzado, con visible desgano, el umbral; en minutos se podrán retirar.
7:38 PM – De vuelta, esta vez habiendo pagado el pasaje, se sostendrá de la puerta mientras balancea su bicicleta, sus últimas fuerzas filtradas en el trayecto.
9:08 PM – Me faltan dos cuadras, sólo dos cuadras, recitará entre el ruido de los pedales forzados en el barro.
9:34 PM – Cenará poco, a esto sí está acostumbrado, y les preguntará, entre otros temas, cómo les está yendo en el colegio.
11:25 PM – Llevará en brazos a su hija a la cama, mientras su otro hijo, unos años mayor, vendrá caminando atrás suyo. La acostará y les apagará las luces, antes despidiéndose con un “Dios los bendiga”.
11:52 PM - No podrá dormir, agolpado al costado de su esposa, sabiendo que en cinco horas tendrá que levantarse.


Un mes atrás


-¿Nos dejás?
-No te hagás el boludo.
-Pero no te me vayás, te necesito.
-Callate.
Se reía su compañero, a su lado, en el asiento izquierdo del patrullero.
-Amargo, más vale que te animéis en la nueva comisaría, que yo te banco, pero otro…
-Acordate que te avisé de antemano, para que limpies todo lo tuyo.
-Siempre serio, no se puede joder con vos.
Las luces, azules y rojas, reverberaban en las vidrieras de la calle Camargo.
-Pero en serio te hablo. No quiero que luego me busquen para explicar.
-Andá a cagar. Mirá quien habla, seguro algo, pero cualquier cosa, tuviste que hacer para ganarte el lugar de Cabildo. ¿O no, pendejo?
Entre ambos asientos distaban doce años, demasiados sumarios, pocos sueldos y dos o tres hipotecas.
-No te calentes, Gallego. Si me dan el lugar es porque mi viejo fue gendarme, y vos sabés cómo le gustan al “General” las medallitas y la familia.
Intentaba reírse, que rieran juntos.
-Eso ya lo sé, yo digo lo que no me estás diciendo. Conozco al “General”, porque crees que sigo acá.
-Es que sos demasiado directo, Gallego. Hay que comerse algunas.
-Pendejo, no entendés, con el viejo no son algunas. Lo conoces a Hernán, de Acoyte, bueno, viste lo que le pidió el hijo de puta.
-Dejá de decirme pendejo.
-Yo se lo dije, eso es lo que pasa. Nadie le dice nada, pasan y pasan, alguno cae, pero si apenas se escucha, ¿qué importa?
-Tampoco es para tanto.
-¿Qué te pidió?
-¿Qué?
-¿Qué te pidió, pendejo? ¿Qué te pidió?
-Nada, boludo, calmate, que estamos a cinco.
Su compañero se recostaba contra la puerta, la mirada deambulando, sumida en la sirena, tras la ventanilla.
-Me dijo que algún día me pediría un favor, y ahí el sabría.
El hombre de las dos o tres hipotecas no lo recriminaba, ni regresaba su mirada, ni miraba hacia fuera, en cambio se detenía en las esporádicas gotas varadas en el vidrio, en su indiferente entramado, en su libre, e individual, caída.
-Sos un buen tipo, Ezequiel, sólo por eso te jodo –girado hacia el parabrisas-. Ahora, acelerá, que se nos da el rojo.


Una semana atrás


Tardo en darme cuenta que ella me mira, no es que no la haya mirado, por eso la duda, por eso recreo la salida, las cinco cuadras del taller hasta la marquesina del colectivo, la despedida del resto del grupo, de ocho sólo tres compartimos los cuarenta minutos del viaje hasta Amenábar y Dorrego, parada religiosamente olvidada, pero hoy, ahora, mientras me mira, me mira y me repite “Acá nos bajamos”, no la olvido, presiono el timbre y espero el gemido de neumáticos y asfalto, de las dos puertas doblándose en sí, y, ya afuera, saludando tarde al último del taller, apenas un agite de muñecas, imperceptible para el diminuto colectivo, sobre baldosas y bajo luces de farol, intento recobrar su mirada, pero está ya vaga por Dorrego, abandonando sus costados, las vidrieras, para naufragar en desconocidos, hombres como mujeres, algunos respondiendo su mirada, tanto de frente como de reojo, un hombre hercúleo obstinándose en su trayectoria unos segundos de más, otro, libros bajo el brazo, de los cuales sólo distingo Rimbaud, la esquiva para después, ya a lo último, ya resguardado, robar un ángulo, y siguiéndolo de cerca, de atrás, en cambio, me mira a mí una chica de quince, y rastreando su mirada, como extrañada, también Carolina, a mi lado, decide enfocarme, retirando rápido sus ojos andaluces para volcarse en las vidrieras, de las cuales, ya las he contado antes, sólo quedan catorce, salteadas, hasta su edifico, entre las cuales algún que otro se detendrá un tanto más en mis piernas, asegurando dudas, pero hoy no importa, porque a mi lado ella me espera, desacelera y comulgamos a un paso nuestro, espaciando los metros y segundos que distan hasta separarnos con toses, recurrentes, suyas, “Ayer fui al doctor”, ella permanece en las cromáticas ofertas, y sonríe, o intenta, deteniéndose en una mueca, “no ando muy bien, últimamente. Él habla de optimismo, y yo vuelvo a Cela, a su Pabellón de reposo”, “¿pero qué te dijo el doctor?” “nada, nada, dejá, Daniel”, “mirá, no te quiero joder, pero ahora me tenés que decir”, amenazan los pocos metros a su casa, “dejá, en serio, sólo necesitaba desahogarme con alguien” se detiene bajo los balcones de su edificio, y me sonríe con su dulce mueca, “¿sabés que podés contar conmigo, ¿no? A cualquier hora vos llámame…”, “lo sé, lo sé, bien lo sé” ha dejado de dirigirme su mueca, “tenés que parar de preocuparte, Daniel”, me besa en la mejilla y, por alguna razón, bajo los balcones, bajo las luces de los balcones, no me quiero despedir, no me puedo despedir, no del marco de esos ojos andaluces, no de esos ojos que se dan cuenta y tornan hacia su bolso, “la semana que viene me lo devolvés, me escuchás” ríe sin reír, extirpando de su interior un libro deshilado de relectura, “acá, mi Pabellón de reposo.” y recobro, en el reflejo de mis ojos en sus ojos, su dulce mueca.



Huellas





Damián Viso (q.e.p.d) Fall. 04/07/08
Tus hijas Cristina y Sofía, tu esposa
Luisa y tus hermanos, siempre te
conservarán en sus rezos y su corazón.



Del OF. Ayudante Menéndez al OF. Principal Gamarro

A las 23:48 horas del día jueves 4 de julio, se arribó en Ciudad de la Paz al 487, según indicaciones del sargento Deleva, él mismo informado por fuentes anónimas. Se estableció un perímetro de 30 metros, abarcando las dos residencias vecinales y las traseras linderas, a las cuales se destinó el OF Tabarez. Se evacuo a los vecinos de sus correspondientes viviendas.
A las 00:03 se irrumpió en la residencia. Se debió forzar la puerta de entrada de acorde a lo decidido según los oficiales a cargo, OF Martinez y OF Korwich, esto es en ingresar de forma sorpresiva tomando en consideración la virulencia del crimen acometido. Al ingresar no se encontró resistencia en la sala de estar. No obstante, se escuchó en el dormitorio, ubicada en forma perpendicular a la entrada, de mano izquierda, ruido, entre el cual el OF Martínez distinguió una voz.
Advertimos al criminal (Nombre: Damian Viso/ Edad: 31/ DNI: 16.673.821), reiterando el cese al fuego si decidía retirarse pacíficamente. En respuesta, escuchamos las primeras balas originarias del dormitorio. Estas atravesaron la puerta, incrustándose en la pared opuesta como posteriormente verificó balística. Debimos, por seguridad de los agentes encargados, responder a las hostilidades para reducir al delincuente.
El OF Martínez, más próximo a la puerta, logró empujarla e incrementó nuestro ángulo de tiro. El delincuente se mantuvo escondido tras una cama, repetimos las advertencias y las agresiones continuaron. Aproximadamente el tiroteo transcurrió por dos a tres minutos, en los cuales se pidió refuerzos y terminó muerto el delincuente Damián Viso de un tiro proveniente de mi arma, una barreta px4 strom. El impacto se produjo en la frente del criminal.
Al acercarnos al cadáver, retiré el arma del cuerpo (causa de mis huellas encontradas en ella) y verificamos nuestras suposiciones.

El sumario está atestiguado por el OF Martínez y el OF Korwich.

PS: Adjunto al informe: fotografías de la residencia de Ciudad de la Paz al 480, incluyendo el resumen de balística y el examen forense.


Misa entre sábanas

¿Dejamos de ser hijos
si caemos en asfaltados abismos
si rondamos enrejados precipicios
si deambulo, seguido, en el auto inflingido
fenecer?

Tu saliva, mi mistela, mi sangre

Prefiero las curvas ásperas
ni de los cielos y sus Heras
ni de Zeus y sus quejas
sólo de la tierra y sus Evas.
Hombres de arterias y venas,
cuyas cuerdas
reverberan:
“Búscame dios
deja los Mahomas
y los Jesús
con los juguetes de Vodoo
Y mírame a la cara
por una y por todas
que ya he pagado
la pecadora fianza
del paraíso terrenal”

Tus senos, mis hostias, mi carne

Cariño, por favor, tenme paciencia
cambio hoy mis creencias
hace tiempo perdidas
en la divinidad de la impotencia.
Buscando respuestas mortales
a preguntas celestiales
he crucificado
a mi joven lazarillo,
que errando por un mundo,
demasiado vasto, y poco profundo,
ha decidido abandonarme
al mortal,
y eterno,
olvido.




Suceso





Ahora camina por Corrientes, recién desciende de un colectivo, a los cuales se sube al azar, todos lo dejan lejos; gira en una rutinaria calle, su nombre aprendido y olvidado, que recorre rápido, con un leve, aunque visible, ladeo. Su pierna izquierda está atrofiada, pero camina veinte cuadras más de lo normal por una librería, un gusto artificial, secuela de mujeres ausentes y frustrados intentos alrededor del deporte, también a ello, probablemente, esté ligado su sueño, ya no más vivir, o al menos aparentar vivir, sino la eternidad dentro de cincuenta años (ateo por odio, no cree en la inmortalidad gratuita).
Toca el timbre de una desvencijada casa de dos pisos, roja de un ladrillo que no debería exponerse, y la respuesta no tarda en surgir, entre las rendijas de los cristales, como una pequeña mujer, que pregunta: “¿Quién es?”, “Daniel, un alumno del taller”.
Al recorrer aquel metro que sus huéspedes llaman antesala, comienza a subir, vigilado por la mujer, las escaleras a la oficina (también biblioteca, también comedor) ubicada en la terraza, en cuyo centro una mesa y ocho sillas, la mayoría ya ocupadas, lo esperan. Son seis en total, sin contar el profesor; lo saludan y, siguiendo el ejemplo, se ajusta a la silla de la esquina izquierda mientras intenta, futilmente, abarcar a Nietzsche y a Bernhard, los dos, inocentes, arrojados de lado a lado de la mesa. Pero se detiene poco en ellos, en realidad busca, después de haberse acordado, y se da cuenta que falta ella.
Le pregunta el profesor si trajo algún texto; él, después de reasegurar la ausencia de ella, niega el poema dentro de su mochila. Prosiguen, por ende, con la compañera a su costado, rubia, ésta asiente a la misma indagación y extrae de su cartera, cuasi bolso, fotocopias para repartir:
“Epílogo

En el mar mediterráneo, en la porción cercana a Araceli, a años de Tarragona, a veces, en las tardes más primaverales, el mundo gira en sus ejes apenas unos grados para que las montañas lindantes al pueblo no ensombrezcan el agua cristalina, ni celeste ni diáfana, de su playa, de sus olas, de su mar. Sobre la transparencia veo traer y llevar, al compás del latir subterráneo, del magma en venas abovedadas, hojas sin origen, sin árbol propietario en el horizonte, sólo nubes ahuecadas por el azul. Los pocos árboles alrededor, próximos a la orilla, pertenecen a los jardines de los dos pisos arquitectónicamente catalanes, con retazos ámbar en los balcones deshabitados. Me les acerco caminando, dejando a la playa deshacer mis huellas; hay, entre otros, un árbol, el más grisáceo, que se arquea para rozar el océano dentro de una gota, pero no alcanza y se sostiene, apenas, de sus raíces; hay algo en él que me recuerda a la muerte.
Sobre adoquines acorto la distancia a la veranda. La puerta está entreabierta, al rozarla se revela el interior, una conjunción de aristas encaminándome al barandal de la escalera, y el resto, el pasillo en el cual desembocan los escalones, a mis costados, se encuentra vacío e iluminado de esa luz matinal que rehuye los visillos celestes esparcidos por la casa.
Al subir, el cerámico bajo mis pies guiándome, a mi derecha las olas y su arena refutan el horizonte, la finalidad, el empequeñecerse del jardín. En la cima, donde la cerámica tuerce y un ventanal sin cortinas, en frente, me introduce al pueblo y su montaña, a los ladrillos y los bosques, entrecruzados en arbitrarias manchas de sangre contra savia, puedo oler, incluso saborear, el viento salino que no sabe a sal ni a mar, ni a playa, ni a las montañas que delimitan la playa. Sigo a mi guía por otro pasillo, corto, con un visible fin a pocos metros, a pocas ventanas. No hay puerta esta vez; allá, donde termina, el marco de una habitación esconde la continuación de unos centímetros de cama, recubiertos por sábanas que zozobran, pendiendo del borde acolchado y naufragando por las relucientes baldosas. Corro.
Ahí está ella, dispersa y diminuta en el trasfondo de la cama, oliva sobre blanco. Las sábanas ciñen parte de su cuerpo, el resto se resbala de la piel al apoyarse ella en su codo; tienta con su brazo libre, alcanzándome entre las brisas, las que agitan las cortinas del abierto balcón, y sus piernas entrecruzadas, curvando lo níveo, como las montañas en invierno, contrastando con el sol, impudoroso, deslizándose, al igual que su opaca cabellera, sobre su pecho, este escondido tras tela no lo suficiente traslúcida para la mañana, filtrada por los árboles que también celan el celeste cóncavo; pero a mí me bastan sus ojos andaluces.
Ella sonríe, me espera y me sonríe; más frágil que la última vez, modificar la misma corriente de aire pareciera excesivo. Sin embargo, me acerco, me acerco a sus labios que se abren, y murmuran:
-Saludos de mi parte al General –le repite el profesor, desde el marco de la puerta, ellos ya bajando las escaleras. Mira a sus costados, desorientado, y, instintivamente, retoma al grupo, algunos hace tiempo en la antesala, bajo la mirada, repetida, de la mujer. ¿Por qué salimos tan temprano?, pregunta cuando alcanzan la cuadra de la que supo y olvido el nombre. Excepción, le responden, sorprendidos que no haya escuchado; suerte, añade la rubia, porque de antemano estaba apurada por un turno en el hospital. Él no quiso insistir y preguntar por Carolina, si conocían la causa de su ausencia, y permaneció callado hasta la parada de colectivo, donde se despidió.
No se molestó al pasar el primer colectivo, consumido en destruir la apología de Cela, de su pasado y bien intencionada hipocresía, poco le importaba verlo acelerar completamente lleno, pero ya al segundo, esta vez por problemas de servicio, revisa su reloj, calculando los minutos, las subidas y bajadas, las excesivas cuadras hasta la casa de Carolina.
Arriba del tercero ve la calle anochecer, habla una o dos palabras pero no presta atención, ha tardado en subirse y no deja de contar los semáforos. Apenas abarca las palabras ajenas y reitera, para finalizar, censor y franquista, sin por ello dejar de alabar el Pabellón de reposo. Se pasa de su parada e intenta culpar, aunque bien sabe lo contrario, a la suerte; suma otras cinco o seis cuadras.
Corre. Crece el conciente tambaleo, su pierna jactándose de todo apuro, como una más de la risas que intentan esconder a su alrededor, esquivándolo al apoyarse contra las vidrieras. Evade la avenida en la próxima esquina, la paralela, uno de los recovecos de Colegiales, librándose de obstáculos. A las pocas cuadras se le acerca un hombre, en bicicleta, y no puede evitarlo porque le cierra el paso, piensa en escapar pero está cansado.
El hombre le pide, le amenaza, le exige la mochila que adentro guarda el Pabellón de Reposo. Pero el chico se resiste, la abriga entre sus brazos y prueba retroceder, aunque, entremedio, no logra esquivar una mano que se sujeta y tironea hacia la bicicleta. Ambos fuerzan y ninguno desiste, solamente al primer golpe, del hombre, que tampoco lo espera, se prevé un final. Extático, comienza a desfilar sus puños por la adolescente piel; no se detiene, o no puede detenerse, incluso al caer el chico, donde patadas sustituyen las manos. Su cuerpo, aparentemente mimético, se frena cuando ya el chico hace segundos dejó de moverse.
Tuvo suerte, apenas los puños se le ensangrentaron. Piensa, el hombre, como no lo había hecho en aquellos segundos de golpiza, si el chico está bien, o incluso, si está vivo. Fluye, de donde supone la nariz rota, el rojo por los surcos de las baldosas, tiñendo parte de la cara visible; el resto del cuerpo le da la espalda. Piensa que no ha pensado, el cuerpo tendido responde a otro, no a él; inclinado sobre el chico, anhela más acción que el subir y bajar de los pulmones. Piensa, y decide, no seguir mirándolo, sólo correr. Toma el volante de su bicicleta y con un tranco ya gira a la izquierda.
A la novena cuadra se detiene; entre medio de izquierdas y derechas descartó sus amistades, refutó sus salidas y considero el tren de Lacroze. Vuelve a examinarse; de algún modo no se manchó con el otro, ni lo vieron entre los primeros gritos y la última caída, por eso, más allá del sudor y los puños, desdice varias posibilidades y mantiene dos, las sopesa y pasa demasiado tiempo detenido. Decide no volver hoy con su familia.
Acelera en el alba, espera ver más gente, gente recién salida del trabajo, cuerpos desbordando las calzadas, intrigados, presionando, pidiéndole que se detenga, que se baje y explique las puntos rojos en el dorsal de su mano; no se detiene hasta alcanzar, con dudas, la puerta derruida de Marco. Vacila y golpea.
-¿Qué hacés acá?
-¿No saludás, Marco?
-¿Que querés, Damián? No es un día para joder.
-Carmen me echó de casa, se calentó ayer porque llegué tarde.
-¿Y?
-No, decía, ¿qué amigo tengo cerca del laburo que me puede echar una mano? Y, que además, me debe guita –Marco lo mira, más precisamente, lo revisa. Deambula por la forzada sonrisa, las mejillas contraídas hacia arriba, cayendo por su descolorida camisa se bifurca en sus manos, estas entrecruzadas en su espalda, sosteniendo la bicicleta.
-Bueno, pasá.
Una pendular bombilla, lo suficiente para no tropezarse, aclara una mesa ratona, en el medio de la habitación, y un sillón frente a ella, contra la pared; nada más los aguarda. Apoya el manubrio en el primer espacio vacío.
-Te está yendo bien -señala, con ambas manos extendidas en el aire.
-¿Adónde estuviste?
-En el laburo, ¿no te dije?
-¿Y porqué las manos?
Las gotas brillan en la fosforescencia; no le responde pero intenta sorprenderse. Fracasando, busca algo alrededor, no sabe bien qué, pero busca algo, algo para sujetar. Por alguna razón se alivia al ver pintura corrida.
-Estoy pintando, acá cerca.
-¿Vos, el albañil?- Marco no depara en la búsqueda de Damián.
-Si me pagaran los que me deben, no lo haría.
Uno decide irse, tiene suficiente, el otro, ya cansado, ya sin poder pararse, se arroja al sillón, sin quebrar la mirada.
-Tirate en la cama -cabecea hacia la habitación paralela al living-. Ahora vuelvo, tengo que terminar algunas cosas. Lo único, si suena el teléfono, dejaló -Damián se levanta y dirige al dormitorio sin haber escuchado palabra alguna después de cama.
El dormitorio, tan desprovisto como el living, lo tienta con un hundido colchón. Esta vez no se arroja, primero cierra de la puerta para aislarse. Luego de acomodarse, queda adormilado en la cama, y no abre los ojos, pasado un tiempo, al repicar el teléfono.
No tarda en despertarse. Alrededor de medianoche, rompen la puerta de la casa; no escucha voces, sólo pasos, tres o cuatro pares, y tampoco recapacita en la sirena, porque si lo hiciera, probablemente no buscaría la bersa de la mesita de luz, en el primer cajón (bien lo conoce a Marco).
Le gritan de la habitación, lo que minutos después distingue como prevenciones, un protocolo policial bastardeado. Le advierten dos o tres veces más, descifra, entre el griterío, de si tener un arma mejor arrojarla al suelo. Prefiere no arriesgarse.
-Ya está -grita dos veces, con las manos en alto.
Entra un oficial joven, menos de treinta años, que no lo mira, sólo busca en la alfombra el origen del ruido sofocado. Recoge la bersa y, despacio, sobre las sábanas, la deposita. Damián todavía no se extraña, apenas tiembla, y repite: “No quise golpear al chico”, e inmiscuye, a la segunda o tercera repetición: “No estaba pensando”, y termina, los ojos cerrados, previsores, la berreta del policía ladeada en búsqueda de ángulo, contra la frente, con un: “Por favor”. El silenciador enmudece la sangre.
Sale del dormitorio; uno de los oficiales lo espera sentado en el sillón, el otro, mayor, examina la cocina, abre y cierra cajones, tantea repisas, incluso el interior del horno, y regresa masticando, sus manos vacías.
-¿Ya estamos? –le pregunta al de los guantes ensangrentados; éste, sin recapacitar en él, dispara dos veces con la bersa contra la pared opuesta al dormitorio, cerca, demasiado cerca, del oficial.
-Ahora estamos –el hombre en el sillón ríe por la expresión de su compañero, marmóreo al dibujar su contorno gracias a las dos hendiduras en la pared. Se levanta, palmea al más joven de los tres, el del disparo, y se acerca al tercero, paralizado en su sitio. Pierde, previsiblemente, al joven de vista, que ha ido a arrojar el arma al lado del cuerpo, y se pasea por el insignificante rectángulo.
-Nos tenemos que ir, apura.
El joven vuelve a abandonar el dormitorio y cruza los pocos metros hasta la salida, pasando por enfrente del oficial que ya reacciona pero no se decide en responder, y atraviesa la puerta de la calle, donde el otro oficial silba sin oído.
-¿Te alcanzo a tu casa?
-No hay problema, voy solo.
-De vuelta, ¿te alcanzo por tu casa?
-¿El General insiste o vos? –se quita los guantes y los coloca en una bolsa, de su bolsillo trasero.
-Él se preocupa por sus favoritos. Vamos –y entra en el auto.
En el asiento de acompañante el joven se ajusta el cinturón mientras avanzan por Ciudad de la Paz. La radio del patrullero está apagada, toda comunicación con la central cortada; ambos se dispersan en los faroles, o en realidad, en la luz de los faroles, en la recreación de peatones, los contornos cobrando matices bajo el cobrizo fulgor. Pero más allá del espectáculo, de los bruscos movimientos de la palanca de cambio o el jugar con llaves, ambos esperan, indecisos.
Suena un celular, por suerte; es del quien conduce y lo abre con la mano libre.
-Hola, ¿General? Al final era de confiar el buchón, ya le puede pagar si quiere –escuchan los dos, aunque la otra voz sólo a uno es permitida-. Se sorprendió al vernos, el pendejo, al principio, pero en nada ya se acostumbró, sólo le tuvimos que decir que íbamos de tu parte y listo. Es bueno, lo tendrías que haber visto, General, hizo que Osvaldo se cagara hasta las patas –le da un empujón con el codo-. Lo dejamos ahí quietito para que esperara a los de la morgue y balística. Si, si, fue rápido, ningún problema, todo tranquilo. ¿Y cómo está el nieto? Seguro, General, nada mejor que el hospital naval. Si quiere luego paso por allá. ¿Que no? Bueno, igual mande de mi parte saludos a la familia –cierra el celular y lo vuelve a guardar en su chaleco-. Gran tipo el General, sólo no te metas con su familia, si me entendés.
Intenta hacerlo reír con su propia risa, pero ni siquiera le responde la mirada; acelera y sobrepasa los cien. A la misma velocidad, sorteando varios autos, llegan, en pocos minutos, a la casa.
Al bajarse del auto, ya en la vereda, lo llama de la otra ventanilla.
-Linda casa tenés, no es difícil de llegar, ¿cuánto tardamos, quince como mucho, no?; imaginate de la comisaría de acá nomás.
No le responde, se da vuelta y se encamina a la casa; abre la puerta bajo el quebrado silbido. Al entrar, directamente en el living, da unos pasos al costado, apenas separándose de la pared, y, entre las rendijas de la persiana, vigila al patrullero y su despedida. Tarda en irse.
A oscuras va a la cocina, tanteando en su camino la rutina, las eliminadas sorpresas. Adentro prende la luz, sentándose en la mesa, sus piernas tiemblan. Acerca el teléfono de la repisa, exigiéndoles a sus cables, y de un cajón de la mesa extrae su agenda, la abre y, sin prisa, halla el número. Lo estampa en las diminutas casillas mientras busca su encendedor. Por fin, al otro lado de la línea, luego de repicar lo suficiente para prender un cigarrillo con la hornalla, escucha una voz.
-Hospital Naval, ¿alguna emergencia?
-Si, tengo noticias urgentes para el General Peralta; un familiar suyo está internado. Y rápido, que son importantes para él.
-De inmediato.
Exhala el humo, fracasa y no logra formar anillos. Nadie se ha despertado, acostumbrados a sus llegadas nocturnas. Espera sin ansia.
Un manoteo, tres o cuatro palabras bruscas, con la que supone la secretaria, y ahí está, la voz.
-¿Quién carajo me necesita?
No le responde, sólo exhala mutilados anillos.
-Si me llego a enterar quién es lo mato, me escucha.
Por fin logra completar uno, algo convexo; se siente orgulloso de su bastardo.
Estrella el auricular contra la mesa y regresa, sin siquiera reparar en la secretaria. Divaga entre quienes pudieron llamarlo y concluye en dos o tres caras; los desplaza hacia mañana al alcanzar, tras pasillos inmaculados, enfermeras azulinas empujando inertes camillas y doctores reunidos en ternas, la habitación.
Las murmuraciones, en realidad rezos, pululan alrededor diferentes salmos, muchos equívocos, de domingo sin pastor, o simples deseos reforzados, o creyentemente reforzados, por un “por favor, Dios”, amalgamados, los agudos y los graves, en un solo réquiem. La fosforescencia no otorga el alivio de la mañana, por eso, probablemente, mantengan cerrados sus ojos, sabiendo al abrirlos ningún cambio, ningún día de distancia, ningún periodo de alerta superado. Toda la congregación, más allá de los niños aguardando en la sala de espera, están rondando la misma cama, excepto uno; apoyado contra el marco de la puerta, un hombre supervisa, después de haber atendido un llamado, el conjunto que delimita a su nieto.
Si no fuera por la noción de hospital podría ser confundido con un velorio, tanto los ramos de rosas, agolpados en las esquinas, redundan, como las velas, derritiéndose en esporádicas palmatorias, que iluminan serias, y desvergonzadamente premonitorias, expresiones. Sólo falta el cura, que ya circula por los pasillos, indiferente, ansioso en convertir, como bien se lo han enseñado, el alba en luto.